La querencia de los animales

Un bar no es el mejor sitio para tener un gato. No señor. Aunque sea un bar de pueblo como es el nuestro, donde se supone que las cosas pueden colocarse de manera más informal y que la limpieza se hace con cierta tolerancia de los que acuden a tomarse un vino o una cerveza. Pero un bar, ya digo, no es el mejor sitio para tener un gato rondando.

Lo trajo mi mujer del monte en agosto del año pasado. Ella es de esas personas que les gusta salir al campo por el solo gusto de darse un paseo al aire libre, y siempre suele volver con algo en las manos según sea la época del año: por el verano acarrea manojos de manzanilla o té de roca, en otoño bolsas de setas o castañas; en invierno algún ramo de acebo con bayas, en primavera trae fresas silvestres o un puñado de margaritas recién cortadas… Pero aquel día traía entre los brazos un gatito gris de pocos meses que había recogido en el monte, y le acariciaba con la misma complacencia con la que miraba a los niños pequeños.

-Sácale a la calle y que se vaya por donde ha venido, que un bar no es un sitio para un gato. Y menos si es salvaje.

Pero no hubo manera de que me escuchara.

Los clientes del bar se morían de risa viendo mis esfuerzos por librarme del maldito gato sin conseguirlo, y muchos de ellos me daban la razón cuando intentaba convencer a mi mujer de que lo mejor que podía hacer era devolverlo al mismo sitio donde lo había encontrado.

Mientras que fue pequeño sus travesuras eran pasajeras, pero a medida que se hizo adulto las cosas fueron cambiando. Un día rompió una copa de encima de una mesa. Otro día pasó corriendo sobre una bandeja de vasos y sólo quedaron tres sin hacerse añicos. El día que se subió a una estantería de botellas y tiró una de coñac medio vacía que se estrelló contra el suelo mi mujer terminó admitiendo que tal vez lo mejor fuese desprendernos del pobre bichejo por mucho que le quisiera, pero que me encargara yo de hacerlo.

Lo primero que pensé fue regalárselo a mi suegra, pero vivía demasiado cerca de nosotros y al cabo de dos días el gato se había vuelto él solo a nuestra casa. Entonces se me ocurrió llevarlo al castillo, que estaba en la otra punta del pueblo, en la parte más alta de una peña cortada casi en vertical sobre el tajo abierto por el río para hacerse paso. El castillo se decía que era un sitio plagado de gatos y ratones y pensé que allí encontraría acomodo rodeado de congéneres de su especie y que no pasaría hambre, pero volví a equivocarme y el dichoso animal debió de aprovechar algún atajo, porque llegó antes que yo y le encontré esperándome sentado en la acera para que le abriera la puerta.

-El gato nos ha cogido voluntad y quiere vivir con nosotros -decía mi mujer cuando le conté lo que me había pasado.

Por fin decidí llevarle al monte y abandonarle a su suerte. Un bar no era un sitio para un gato y cualquier día nos arriesgábamos a que arañase a un cliente y nos diese un disgusto.

El problema era que la parte del monte donde lo encontró mi mujer estaba bastante retirada y tuve que caminar unas cuantas horas dejando atrás la peña del castillo, atravesando el río, internándome entre los árboles por un paraje donde nunca había estado antes… Hasta llegar a una zona de rocas de poca vegetación donde, al parecer, se criaba el mejor té de roca de toda la comarca.

Y allí le dejé en el suelo cerca de una cueva hecha en la piedra y me di la vuelta dispuesto a regresar solo y, en ese momento, caí en la cuenta de que no sabía dónde estaba ni cuál era el camino del pueblo. Tuve suerte porque el gato, en vez de meterse en la cueva como yo pensaba, empezó a andar poco a poco hacia alguna parte, y yo tras él, viéndome perdido en el monte y completamente avergonzado de pensar que si no llega a ser por el pobre animal mal me hubiese arreglado para llegar por mi cuenta a casa.

-Ya te dije que nos ha cogido voluntad y que quiere vivir con nosotros.

Mi mujer se encargó de contarle a todos los clientes lo que me había pasado con el gato en el monte, y se reían como si la cosa fuese para partirse de risa.

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