En aquellos años, por cuando la compra del Coto, que empezaban ya a ser mejores tiempos de lo que habían sido hasta entonces, no en todas las casas se tomaba café, y mucho menos todos los días, que eso ni pensarlo.
La cosa es que la tia Juana Pequeña , que vivía por donde se coge la senda que va al Castillo tenía en mientes lo de hacer café por San Andrés, pero no sabía bien el agua que tenía que echar al puchero, ni si el azúcar se echaba antes o cuando estaba hecho, pero aquel año quería darles ese gusto a unos parientes que habían venido de Madrid para la fiesta y le habían traído de regalo un juego de cucharillas pequeñas que eran una monada que acaso decían que podían ser de plata y que en la capital se empleaban para esas finezas.
El tio Jonás, su marido, no quería ni oír hablar del asunto, porque donde estuviese un buen trago del porrón para terminar la comida que se quitasen todas esas costumbres de la capital. En otras casas solían poner arroz con pollo, pero ella por SantIsabel, a principios de verano, sí, pero por San Andrés, con todo el frío que hacía a últimos de noviembre, pensaba que sentaba mejor un buen plato de garbanzos con bola puesto después de unas sopas de cocido hechas con rebanadas de pan recaladas, y después una fuente llena de oreja, pata, morcilla y güeña, además de un buen cacho de tocino y algo de carne de oveja.
Al final llegó el momento del café, cuando los invitados empezaban a decir que no les entraba ya ni un grano de arroz en la tripa, y la tia Juana Pequeña no las tenía todas con ella. Los de Madrid decían que como mejor salía era en puchero, pero ella no acababa de convencerse del todo, y casi se le iba de mal haberse metido en camisas de once varas.
Al final decidió ponerles el puchero en medio de la mesa para que cada uno se echase lo que quisiera.
-No sé si me habrá salido a su gusto, porque lo he tenido qué sé yo cuánto tiempo cociendo y por más que lo he atizado no hay manera. Ahora mismo acabo de quitarle el último agua y no hay quien le meta el diente de enteros que están los granos.
Nadie le había dicho a la tia Juana Pequeña que el café había que molerlo y que lo que se tomaba era precisamente el caldo, justo lo que ella había aprovechado para regar con ello los geranios de la puerta de casa.