El tio Avelino tenía la bodega a las afueras del pueblo, en una casa vieja que le había tocado de sus suegros. Todos los días se le solía ver con su porrón en la mano, yendo a buscar el vino de la comida y, a la vuelta, parándose con todo el que le salía al paso para invitarle a echar un trago.
Del tio Avelino se decía que de joven había sido muy juerguista, y él mismo las contaba pardas todavía cuando se le desataba un poco la lengua.
Algunos tenían la bodega dentro de sus casas y otros las tenían en algún cachimán viejo que alguna vez se suponía que habría sido vivienda de alguien, o en el camino que iba hacia la vega bordeando el alto del Castillo, que se decía que estaban allí de cuando los moros, aunque vete a saber si eso tiene algún fundamento.
La bodega del tio Avelino era muy antigua, muy antigua. Yo no he visto otra más vieja que aquella. Se entraba desde la calle, abriendo una puerta estrechita de cuatro tablas medio carcomidas clavadas con unas tachuelas gordas doradas. La escalera empezaba casi a ras de la puerta, que casi se corría el riesgo de rodar por ellas si uno se descuidaba, y los escalones estaban muy desgastados por el paso de los años.
Al tio Avelino le gustaba llevar gente a su bodega, y la gozaba desgranando mil chascarrillos de los que cualquiera del pueblo sabía de memoria de siempre.
– No te creerás que un año, de mozo, le marramos al boticario siete garrafones de lo de la ribera a cuenta de una partida de leña que le acarreamos del monte siete veces sin darse cuenta de que era la misma…
– Al boticario…
– Pues resulta que tenía dos puertas en su casa, y mientras que una cuadrilla de mozos metía las gavillas por la de delante, otra cuadrilla los sacaba por la trasera y los volvía a echar a otro carro para que pareciera otra carga.
Pegando al cubete tenía un jarrillo pequeño de barro encima de una tajuela, y lo primero que hacía era invitar al que le acompañaba presumiendo de tener mejor vino que ninguno de todo el pueblo.
– Está cojonudo, sí señor.
– Buena cosecha.
– A ver lo que te parece lo de este otro cubete.
El segundo jarrillo cae mejor que el primero, como si se hubiera aprendido el camino de bajada y entrase solo.
Vuelvo a cantarle las alabanzas del vino, diciéndole que le gana al de antes, y me pone en la mano un puñado de cacahuetes que saca de vete a saber dónde. Están algo rancios, pero me callo.
– ¿Y qué pasó con un burro, que dicen que se emborrachó con unas patatas el año que fuiste rey de mozos?
– Esa sí que fue morrocotuda. Seguro que te lo ha contado el Ismael del tio Celes o el tio Cándido, que ellos también estaban en la jarana.
– Igual sí. No digo que no, pero vete a saber por dónde me ha venido.
– Pues fue el caso, que a uno se le ocurre una cosa y a otro otra, y se va enredando la madeja. Yo creo que el burro aquel llevaba unos días a falta de pienso, y lo demás salió de corrido. Echamos medio celemín de patatas pequeñas en un gamellón grande de aquellos que se hacían de piedra, y le llenamos de vino. Lo demás ya puedes imaginártelo. El pobre burro arrimó el morro y no había manera de apartarle hasta que dejó el gamellón limpio de polvo y paja. No veas cómo rebuznaba de contento, que parecía la trompeta de los músicos de Santa María el día de la fiesta.
– Las hacíais buenas…
– Si yo te contara… Otro día seguimos, que se nos ha hecho tarde y andará la parienta ya con la mosca detrás de la oreja, pero lo que digo yo, el que va a la bodega y no bebe…
– Burro va y burro vuelve.
– Pues eso mismo. Digamos que nosotros no hemos comido patatas con vino, como el del cuento.