EL LOCO DE LA NUBE.

Erase una vez un niño llamado Jonás que vivía en un pequeño pueblo soriano en los años de la posguerra y que dentro de su innata inocencia creía que las nubes que rondaban por encima del cerro de su pueblo al que llaman El Castillo» en la intersección del cielo con el horizonte infinito eran ovejitas que pastaban en las laderas de la pendiente del Castillo.

Hasta que un buen día de verano, que salió acompañando a su padre con un manojo de cohetes bajo el brazo,perdió esa inocencia infantil ante la realidad del hecho que iba a contemplar, al ver como su padre lanzaba al aire aquellas fulgurantes ráfagas de humo y fuego, hacia las nubes ennegrecidas que tapaban el sol como si de un eclipse se tratase, con la finalidad de «romper la nube» y así alejar la posibilidad de una tormenta que podría destruir las cosechas de cereales que eran el sustento de los habitantes del pueblo.

Desde entonces, la vida de Jonás va siempre acompañada de esas nubes, que ahora en su vejez y subido en una blanca a modo de corcel le traen recuerdos con nostalgia del pasado.

Muchas nubes han pasado por su larga vida a las que en su momento se ha subido y cabalgado con ellas.

Nubes de todos los tamaños y colores,algunas por tristes convertidas en nubarrones,y otras, la mayoría,más diáfanas que le han colmado de alegría, como pueden ser el éxito en los escenarios reconocido por el aplauso de sus seguidores.

La gran nube rosa-rojiza del amor hacia su esposa hijos y nietos que le han llenado de alegría y satisfacción su vida.

La nube espesa preñada de inteligencia innata que a su edad todavía acredita.

La nube grisácea del humor que ha desarrollado a lo largo de sus actuaciones y que de vez en cuando nos deleita con ellas.

La nube blanquecina de poeta qu e aunque alguna vez piense que «está en las nubes», lo cierto es que refleja una realidad palpable y a la vez unos sentimientos y pasión por su tierra natal.

Esas nubes reales y espectaculares de las postales de los atardeceres castellanos desde las eras de su pueblo o las laderas del Castillo o la ermita de San Roque.

Y, por último, esa nube postrera que un día (ojalá que tras muchos años) cabalgará sobre su lomo, ascendiendo conducida por un ángel por las laderas del Castillo en un atardecer sombrío y plomizo hasta fundirse con el Cielo, dejando atrás esa línea donde el horizonte se junta con las nubes que en su infancia creía que eran un rebaño de ovejitas que pastaban por la ladera del Castillo.

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