El tio Avelino y la tia Lorenza vivían en una de las últimas casas de Fuentearmegil, poco antes del arranque del camino que endereza hacia lo de Fuencaliente, pero lleva años desaparecida porque tuvieron que tirarla por estar rehundiéndose. En la parte de atrás tenía una corrala grande para tomar el sol en invierno y sentarse por el verano a la sombra de un chopo altísimo Que crecía en una rinconada, y todavía sigue en pie y podemos verlo a mano izquierda según salimos del pueblo, en medio de un solar en el que un día se levantó la vivienda y vivía gente. Lo mismo ya no queda ni eso. En la parte delantera, la casa tenía una parra que iba de lado a lado y un poyo largo hecho con una viga trabajada para que sirviera de asiento apoyada en dos piedras cuadradas.
Al tio Avelino algunos días le gustaba sentarse allí a echar un cigarro viendo pasar a la gente, charlando con unos y con otros, o simplemente deseándoles buen viaje o que se les diese bien la siembra o la cosecha, según se terciase.
– Buenos días. Tio Avelino, ¿Sabe usted si ha pasado ya el cura hacia Fuencaliente?
– Creo que no, chiquitas. A lo menos no le he visto pasar, pero no tardará. La que va hacia allá es la pobre de Berzosa, pero os lleva poca delantera.
La Julia y la Antonia de la tia Matilde iban andando a la fiesta de Los Remedios, y le dijeron adiós al tio Avelino, que estaba sentado en el poyo de su casa seguro que esperando a su mujer para ir juntos a misa cuando el sacristán tocase las terceras.
El camino no era muy largo, y aunque era mediados de octubre la mañana estaba soleada y el paseo se haría corto. Llegando a la altura de la pradera de Valdelmoro se encontraron con la Isabel de Berzosa, que iba más despacio que ellas, y pronto la iban a dejar atrás. Era menuda de cuerpo, vestida de negro con una saya que casi arrastraba, y la cabeza tapada con un pañuelo azul oscuro anudado por debajo de la mamola para que no se le moviera.
– No sé pa qué sus dais tanta prisa, si allá naide sus aguarda.
– ¿Has oído tocar las campanas?
El toque de campanas se oía de un pueblo a otro, sobre todo si el aire soplaba de ese lado.
– Ah. No me digas. Ando a mis cosas y no me ocupo de esas pamplinas.
La dejaron atrás pronto, y siguieron a buen paso con ganas de no perderse nada y juntarse con las mozas en la plaza para ver a los gaiteros tocando a diana.
Cuando íbamos a llegar casi a la mojonera oímos el coche de don Lucas, que vivía en San Esteban en una residencia con otros curas, y cuando nos alcanzó se paró donde nosotras para que nos subiéramos, que nos llevaba. Yo creo que era la primera vez que me pasaba una cosa así – dice Julia, que lo sigue recordando como algo novedoso -. Cuando llegamos al pueblo los confiteros ya habían preparado sus tenderetes, y justo empezaban a repicar las campanas a misa, pero como hacía bueno nos quedamos hablando con el cura a la puerta de la iglesia mientras iban llegando todos y se paraban un rato al sol, hablando.
– Así que la Isabel llegó tarde…
– No, no creas. Al terminar de sonar las campanas, que casi las dejaban canas de tanto voltearlas, llegó muy agalbanada y se fue derecha al cura enfadada.
– Oiga don Lucas, ¿Por qué ha montado usted a estas mozas en su coche y a mí me ha dejado tirada?
– Isabel, a los ojos de Dios todos somos iguales y yo no hago distingos entre unos y otros.
– Pues yo creo que sí, que vio a estas chicas que iban por la mojonera, y a mí ni caso. Pero que sepa usted que lo mismo viejas que mozas todas tenemos el ojo de la guitarra en el mismo paradero por si es menester que esté a mano.
Don Lucas se quedó en silencio, yo creo que pensando si era mejor contestar o callarse para no empeorarlo. Y a mí se me puso la cara como un tomate de colorada, comprendiendo el doble sentido de aquel modo de hablar que era mucho más lo que daba a entender que lo que decían las palabras.
Al final el cura se metió a la sacristía para preparar lo que le hiciera falta, y en ese momento nosotras vimos a los gaiteros que venían tocando hacia la iglesia, y nos metimos entre todas las mozas y los chicos que iban siguiéndoles. Desde entonces no se me ha olvidado, y sigo acordándome de la pobre Isabel de Berzosa arropada en su mantón oscuro, yendo a pedir limosna a Fuencaliente el día de la patrona.
Asi pasó Eutiquio, tal como lo has contado, y así era ella. En cierta ocasión la quise regalar un abrigo y me dijo : que bien me quedaría pero no, maja, no, no lo quiero, que quieres, que nadie me de limosna?
Es este un gran relato, sencillo, descriptivo y muy bien contado con palabras y expresiones de la tierra, con su humor y retranca. Marcos E.
La historia nos la ha contado Julia, y ella dice que pasó de verdad. Lo que yo digo es que la pobre Isabel sabría bien lo que le decía al cura y si el cura había hecho algún mérito para tanto.