CAMINO DE IDA Y VUELTA

Después de setenta años de ausencia, Fuentearmegil le parece a quien vuelve que conserva poco del pasado labriego de sus gentes.

El visitante entra en el pueblo con su coche todoterreno después de un recorrido de más de quién sabe cuántos kilómetros de distancia, y los cambios que observa le encogen un poco el corazón encontrándolo todo tan diferente de lo esperado que le hacen sentirse extranjero en su propia tierra.

Siendo bien pequeño, debía tener ocho o nueve años, sus padres decidieron salir a ganarse la vida fuera porque tenían poca hacienda para dar de comer a todos los que eran en la familia, pero en todo este tiempo conservaron la llave de su antigua casa y mantuvieron viva la ilusión de volver algún día, aunque fuese a descansar para siempre donde habían dado sus primeros pasos.

El visitante ha hecho el viaje acompañado de las cenizas de su padre, su madre está internada en una residencia para personas mayores asistidas y él es el único que queda de sus hermanos.

Casi ha sido mejor así. Lo que encuentra no se parece en nada al recuerdo que le ha estado acompañando en sueños desde que era niño, y sólo la iglesia y media docena de casas de adobe de las que él recuerda siguen en pie. Ellos vivían en una calle estrecha que salía hacia la senda que bordeaba el Alto del Castillo y bajaba hacia los plantíos de Las huertas y el río, algo detrás de donde vivían la tía Sinforosa y el tío Ventura, pero quiso aparcar el coche delante de la puerta de la que había sido su casa, o por lo menos en la misma calle, y resultó que todo eso se ha convertido en un solar de cardos y ortigas que nadie podría decir que allí nunca hubiera vivido nadie.

Tampoco encontró familiares ni siquiera lejanos con los que atar cabos que le ayudasen a unir el pasado al presente, y tuvo que explicar el motivo de su visita y los vínculos que le unían al pueblo. Después de marcharse ellos se marcharon unos tíos que tenían por parte de su madre, y otros que se quedaron debieron de morirse hace tanto que nadie se acuerda de ninguno.

En el sitio de la Casa pueblo está ahora el Teleclub, que es el único bar abierto, ya no queda ninguna de las dos tiendas que hubo, y la picota que se levantaba en par de donde vivían el tio Lucas y la tia Valeriana, la han puesto en el campillo de la iglesia con dos cadenas traídas del calabozo del Ayuntamiento viejo.

Cuando buscó al cura para plantearle el motivo de su presencia, le dijeron que tendría que hablarlo con la sacristana porque los curas ya no vivían en los pueblos y acudían sólo a las misas y a los entierros. El último que vivió en la Casa del Cura, amenazada de muerte por los aguaceros y el abandono, fue don Boni, que murió hacia 1960.

La sacristana es hija del que siguió al tio Eugenio, que era el que se encargaba de las labores de la iglesia cuando el visitante era pequeño. Al conocer la causa de haber hecho el viaje quiso tocar a clamores por el fallecimiento de un hijo del pueblo, y el temblor acompasado del son de las campanas que tocaban a muerto hizo que se le saltaran las lágrimas de angustia y de dolor por todas las pérdidas.

Fue imposible que ella recordase los nombres de los vecinos que él guardaba en su memoria. No había oído ni del tio Malaquías o de la tia Prudencia, ni del tio Lucio y la tia Dominica, ni siquiera del tio Mariano Encabo, que era zapatero, el padre del tio Galdino y del tio Celes.

Más tarde, cuando entraron en el Camposanto, le señaló con la mano las lápidas invitándole a encontrar las huellas que rastreaba.

-A lo mejor por aquí estará alguno de esos que dices.

El visitante vio que faltaban las tumbas más antiguas y que entre los nombres que le salían al encuentro no estaban los de sus abuelos para depositar las cenizas junto a ellos.

-¿Has pensado el modo que te gustaría darle tierra?

El visitante recordó en la voz serena de su padre que pasado el río Cejos, a mano izquierda, se levantaba un altozano desde donde le gustaba recrearse contemplando el horizonte en toda la extensión que la mirada alcanzaba.

-Sí. Lo que él quería era descansar con los suyos, y al no poder hacerlo, he pensado en otro sitio mejor para cumplir su voluntad más sagrada. Su lugar no es el camposanto.

Y así lo hizo. Subió al alto del que le hablaba su padre cuando le hablaba del pueblo, y fue esparciendo puñados de ceniza al ábrego, al bajero, al solano y al cierzo, confiando que los cuatro vientos recordasen los días cuando su padre hollaba con sus albarcas aquellos suelos, unas veces pastoreando el ganado, otras veces arando, sembrando o segando. siempre esforzándose para ganar el pan de cada día y proporcionar a sus hijos la comida, el ejemplo de comportamiento, la nobleza que había regido toda su vida hasta su último aliento.

El recorrido de regreso lo hizo satisfecho, sabiendo que con su decisión había ensamblado dos eslabones de la cadena que la vida había roto. A partir de entonces, todos los años volvería al lugar de su nacimiento, a su pueblo, y todos los años subiría a aquel relieve del terreno desde donde en los días claros, como le decía su padre de niño, pueden verse en el horizonte los cuatro pueblos del Coto Redondo. Aquélla era también su tierra.

Un comentario

  1. Qué relato tan bonito, Eutiquio. Muchos podemos vernos reflejados en los anhelos del visitante.
    He estado curioseando y me gustaría preguntarle cómo puedo conseguir el libro de cuentos. Para mi madre, que es de Fuencaliente y se apellida como usted, Cabrerizo.

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