Albarcas para el camino. Capítulo II.

En casa éramos ocho y todos no cabíamos en tan reducido espacio. Sin ser del todo mal avenidos eran frecuentes las peleas y las discusiones que de vez en cuando cogíamos ya fuera por envidia o por cualquier cabezonada que se nos pusiera, poniendo a prueba la paciencia de los padres. A mi madre se le solía ir más rápidamente la mano por cualquier cosilla, los hombres nos lo pensamos dos veces antes de soltarla, bien es verdad que mi padre cuando la soltaba descargaba de lo lindo sobre el que pillara. Mi padre no se andaba con reclamaciones, ni miraba adónde daba ni el daño que pudiera hacernos. Así que cuando no era el padre, era la madre y cuando no era el señor cura era el señor maestro. Siempre tocaba algún extra, así que uno se pasaba el día soltando lágrimas.

Cuando algo pasaba, lógicamente nadie de nosotros había sido el culpable, así que se la cargábamos al que más rabia nos diera en aquel momento. No quiero decir que yo tuviera fama de mentiroso, más bien me pillaban antes que al cojo, a veces por pereza o lo que es lo mismo por la comodidad de hacer ciertas cosas donde no tenía que hacerlas. Como lo de las meadas. Mi padre empezó a sospechar que algo raro estaba pasando porque en la misma puerta de la cuadra había un charco de agua que para más indicios eran orinas. Las culpas, como siempre, eran para mí, no sé cómo me convertí en el más embustero y revoltoso de toda la familia. Yo no he sido, habrá sido la Colasa, seguro que ha sido ella, porque yo no he sido, recuerdo que le decía a mi padre, quien me miraba con cara de desconfianza. Así día tras día y yo sin enmendar para nada mi comportamiento. Porque el causante no era otro nadie más que yo, me resultaba muy cómodo al levantarme de la cama, ir y meter la colilla por el agujero que había en la puerta. Si va dentro de la cuadra qué más dará, pensaba yo.

A quien no le daba lo mismo era a mi padre que cada día que pasaba me repetía lo mismo, si yo tenía algo que ver con aquel charco de orinas, y se lo negaba tantas veces como Pedro negó a Cristo. Seguí en mis trece haciéndome el inocente e intentando cargarle las culpas a la Colasa, quien a su vez se enfurruñaba conmigo y lo negaba de manera tajante. Lo peor para mis intereses era que le daban la razón a ella.

Para nada cambié de actitud, me tomaba a broma las reprimendas que recibía de mi padre. Hasta que acabó por descubrirse. Como cada mañana me encontraba cierto día meando tranquilamente por el agujero cuando de repente sentí como un mordisco en la colilla y grité ¡so, so burro, soo, sooo, sooooo, suéltamela, sooo, soooooo!. No lo hizo. Lo que sí oí fue una voz que desde dentro me decía: «¿Aún tendrás valor para seguir negándolo, eh? ¿Aún vas a seguir diciendo que no eres tú quien se mea detrás de la puerta?». Era mi padre que provisto de las tenazas de la cocina me había enganchado de la colilla de la misma manera que se coge al ratón por la cola. Fue otro de los muchos escarmientos que me llevé de primerizo, después lo fui haciendo con más astucia.

Por aquel entonces aprendí con la maestría del abuelo todo el repertorio de chascarrillos, artimañas y triquiñuelas que me faltaban para completar mi formación e ir curtiéndome al estilo de los más aventajados. En una palabra, me fui aclimatando al ambiente que pronto me iba a tocar vivir, hasta entonces había sido como un camino entre rectas y curvas pero todavía sin demasiada crueldad.

Por una parte pienso que hizo bien mi padre en sacarme de la escuela para enfrentarme al duro suplicio del trabajo del campo; más que cultivar la mente y desarrollar la inteligencia era necesario ejercitar la fuerza y la maña a la vez que estar bien preparado para afrontar con agallas el destino. Eran las reglas del juego para seguir sobreviviendo. Pero por otro lado no sé lo que hubiera sido peor si soportar las traicioneras formas de enseñar de don Cosme con la vara justiciera o las calamidades padecidas durante los años que renegué a ir a la escuela.

Cuesta tener que decirlo pero pasábamos más hambre que el perro de un señorito. Por entonces quien más quien menos andábamos pisando el mismo fango. Comidos por servidos íbamos tirando con lo poco que teníamos; como decía aquel dicho, en casa no almorzábamos, comíamos un poco tarde y por la noche ya no cenábamos. Comer, lo que se dice comer, no comeríamos pero reír nos partíamos las tripas. Y es que como decía mi padre, al mal tiempo buena cara, lo malo era cuando el estómago le llevaba la contraria a las tripas que no paraban de zurrir y nos daba unos retorcijones de barriga que para qué. También solía decir mi padre que mientras uno está contento el corazón no envejece. Jodido lo teníamos cuando el estómago nos daba patadas y no era precisamente para saltar de alegría.

Comiendo en la mesa parecíamos como una bandada de abantos, metíamos la cuchara en la cazuela todos a la vez y sacábamos lo que cada uno podía, tajadas no porque era raro que las hubiera, íbamos a ver quién se daba más prisa. Ni caso hacíamos de las advertencias de los padres para que comiéramos con más juicio. La sartén, la cazuela, la media fuente, ni siquiera hacía falta que las fregara mi madre, las dejábamos más limpias que una patena. Tampoco bendecíamos la mesa por los alimentos que íbamos a tomar, ¿para qué?, para el provecho que nos iban a hacer.

Nunca se me irá de la cabeza, para san Nazario ochenta y siete voy a cumplir si Dios quiere, lo que nos pasó estando cierto día comiendo, por el buen tiempo debía ser porque lo hacíamos en el portal. Mi madre acababa de poner la fuente en la mesa, si la memoria no me falla fideos creo que eran, cuando de repente las gallinas que andaban sueltas por la calle se alborotaron por culpa de un perro y entraron al portal cacareando y revoloteando. A una de ellas no se le ocurrió otra cosa que volar por encima de nosotros y justamente cuando pasaba sobre el plato, al punto soltó una cagada que fue a caer dentro. Aparte del cabreo que cogimos todos la cosa no pasó a más, mi madre quitó la mierda con la cuchara y seguimos comiendo como si tal cosa, con la mismísima gana con que lo hiciéramos momentos antes. A mi madre le faltó tiempo para decirnos que lo que no mataba engordaba y que así tendría más sustancia la comida.

Las gallinas la tenían tomada conmigo. Había una clueca que me tenía atemorizado y por si no tenía suficiente el gallo se tiraba a picar. Cuando me quedaba en casa solo para atizar el puchero o para cuidar de mi hermano Juan era cuando peor lo pasaba. Me tenía dicho mi madre que tuviera cuidado de que la gallina clueca y los polluelos fueran de la cuadra al portal y del portal a la cuadra, que no salieran a la calle para nada porque como pasara algún perro se los comía de un bocado. Estaba entretenido con mi hermano cuando me di cuenta que un pollito se iba para la calle y me fui deprisa a por él. La gallina que me vio ahuecó las alas, echó a correr y se tiró a picarme. Tanto me asusté que me puse a llorar y detrás mi hermano al oírme. No se movió de allí la gallina, seguía con las plumas alborotadas, daba un par de saltos y vuelta a por mí a picarme. Pasé un rato de miedo y de lloros hasta que acertó a pasar alguien por la calle, entró por ver lo que pasaba y se lo dije. En la primera ocasión que tuve les encerré en la cuadra y no les eché de comer lo que mi madre me había dejado.

Lo del gallo era algo parecido. Se había enseñado a tirarse a las personas cuando menos te lo esperabas. A traición, porque lo hacía cuando no lo veías y por la espalda. Como el día que estaba mi padre cagando tranquilamente en la cuadra y vino por detrás y le pegó un picotazo en todo el culo. Suerte a que le atacó por detrás que si llega a ser por delante… Todos creímos que a lo que iba era a picar la mierda y se equivocó pero con el tiempo nos dimos cuenta de que le gustaba la pelea. Mi padre ya se la tenía sentenciada, dijo que como siguiera en sus trece cualquier día le retorcía el pescuezo.

Precisamente era por los días de jueveslardero y de carnaval cuando estaba lavándome la cara en la palangana, de las pocas veces que lo hacía, hasta que sentí como un revoloteo y el picotazo inmediato en la pantorrila. Me volví y allí estaba el gallo mirando a las piernas. Dio otro salto y quiso hacer lo mismo, me asusté e intenté retirarme, él iba a por mí, yo le amenazaba, me volvió a picar en la pierna y entonces ya no me lo pensé dos veces, se me quitó el miedo de repente, agarré la escoba que la tenía a mano y le di un palo en todo el cuerpo que lo dejé temblando. Se metió cacareando a la cuadra y pensé que con aquello se le quitaría para siempre las ganas de buscar pelea. Por una vez apenas me regañaron mis padres cuando vieron que estaba más muerto que vivo, mis hermanos se pusieron más contentos que unas pascuas, el mismo día de carnaval lo guisó mi madre para celebrarlo.

El hambre dejaba muchos vacíos en el estómago y había que llenarlos como buenamente se pudiera. Cuántas veces habré metido la mano al caldero donde se cocían las remolachas para el cochino y me llevaba unos trozos, si eran de las azucareras sabían a gloria bendita, pero también me comía las forrajeras con la misma ansia. Entonces no era como ahora que van las madres con la cuchara en la mano detrás de los niños para que coman, y de los mejores manjares, ¡quién lo hubiera pillado en aquellos tiempos para matar un poco el hambre!

(Yo a garrotazos, afinaba bien el tino y gallina que se despistaba, al morral (recuerda el Aniano al sacar el miente.

(Y después íbamos a ver quién daba limosna al zorro, ¿verdad Fabio?

(¡Toma, ya lo creo! Bien gordas que nos ha tocado pasarlas, ¡cuántos días nos íbamos a la cama con un corrusco de pan duro y a lo mejor un trozo de tocino gordo!, y eso con un poco de suerte que otros días casi en ayunas o lo que podías pillar.

Cuando llegaba algún día señalado la gozábamos. Hablo del día de la matanza, del día del esquileo, o cuando había bodas. Antiguamente a las bodas se le invitaba a casi todo el mundo porque éramos más avenidos, no como ahora que como a nadie nos falta de nada ya no queremos saber nada del prójimo. Me acuerdo que en una ocasión fuimos de boda a casa de unos parientes y de primer plato nos pusieron alubias pintas con arroz. Y come que te come hasta que oímos que le decía la hija a la madre si sacaba ya el plato del pollo o se esperaba un poco más. Y al poco rato se lo volvía a repetir. Mi hermano y yo comíamos despacio para no hartarnos y poder comer carne, no recordábamos la última vez que la habíamos catado. Nos relamíamos de gusto sólo de pensar en ello, pero no parecía que nos diera el fato, cosa rara sobre todo en mí con lo fina que he tenido siempre la nariz. Al cabo de un rato volvieron a servir más alubias y mi hermano y yo esperando la carne como agua bendita de mayo. En vista de que no asomaba se me ocurrió preguntar si tardaría mucho todavía en sacar el plato de pollo, a lo cual me respondió que lo acababa de poner, que precisamente era el que estábamos metiendo nosotros la cuchara que tenía un pollo pintado. Aceleramos la cuchara cuando el plato ya estaba más que arrebañado. Buena nos estuvo.

Con el abuelo, creo haberlo dicho ya, hacía buenas migas, él fue mi verdadero maestro, el que me enseñó a afrontar las situaciones y a valerme por mí mismo. Muchos días, si no teníamos cosa mejor que hacer nos íbamos a cazar ranas o ratas de agua, ricas y de carne fina. Decía el abuelo que la carne de lagarto era de lo más sabrosa y la de abubilla la mejor para el enfermo. Nunca he llegado a catarlas. Las ratas eran muy buscadas, se notaba en la competencia que había; allá por los años veinte cuando yo era un chicato las pagaban ya a medio real la pieza. A mí siempre me han dado como asco el verlas, prefería las ranas porque me atrevía a cogerlas.

A pesar de los mordiscos que se llevaba, el abuelo no las tenía miedo, jinchaba con un palo o metía la mano en los agujeros y a veces salían culebras, renacuajos, cucarachas de agua o yerbas que yo registraba por ver si encontraba algo que mereciese la pena coger. A las piezas que cazábamos, fueran ratas o ranas, las metíamos un mimbre por la boca, las atravesábamos el morro y las llevábamos colgadas pregonando ¿hay quién dé más, a la una?, igual que cuando el abuelo subastaba los banzos de las imágenes.

Me tenía dicho el abuelo que mucho ojito con acercarme a los pozos, que podía caerme. Andabamos cierto día en esos menesteres cuando fue él quien resbaló en la yerba y cayó dentro del pozo. Me eché a llorar porque creí que de allí ya no salía. Todo quedó en un buen remojón, aunque le costó salir, poca ayuda podía prestarle yo con apenas once años que tendría por entonces y más temblor que fuerza en el cuerpo.

De cintura para abajo quedó empapado. Me sentí más tranquilo cuando el abuelo sonrió y me dijo que no llorara que no había pasado nada. Que gracias a que era sacristán y los santos le tenían mucha consideración, que de no ser por eso ya habría estado en el fondo haciendo compañía a las ranas.

Buscó un lugar donde resguardarse, la tarde era apacible, me mandó recoger ramas para hacer una lumbre y volví enseguida con un buen brazado de leña. Cuando fue ardiendo el abuelo hincó un palo en el suelo, se quitó los pantalones, los escurrió bien y los puso sobre el palo para que se secaran. Tenía los calzoncillos pegados a la carne que se dejaba entrever al trasluz. Me vino a la mente el campanario y los pichones, me quedé mirando sus piernas y cruzamos una sonrisa.

El pantalón empezaba a humear y el abuelo iba dándose la vuelta para secarse todo el cuerpo, como cuando se chamusca el cochino el día de la matanza, dijo él. Así que fui y le dije si no le tendría más a cuenta quitarse también los calzoncillos. Volvió a sonreír y me dijo con su peculiar desquite: «¡Ah, tunante!, me parece que tú lo que quieres es verme el culo». Que no abuelo, que no lo digo por eso, le dije. Y con algo de vergüenza seguí diciéndole que además ya se lo había visto.

Le cogí meando. «¿Cuándo me has visto tú a mí el culo, tunante?», me reprochó. Y le respondí sin ninguna malicia que cuando subía a ver los pichones con doña Teresa. Se le cortó la orina. Se giró, me miró, y yo a él y a su mano que todavía seguía sosteniendo la cola. Se le frunció la frente, noté cómo el rostro se le hizo más tenso de lo normal. «¿Así que has estado subiendo a ver cómo cogía los pichones con doña Teresa? ¿Y se puede saber lo que has visto?». Me asustó un poco por la manera como me lo dijo. Pues nada, abuelo, le dije yo, sólo cómo la empuja para meterla dentro. «¡Ah!, ¿sólo eso?», pareció tranquilizarse. Bueno, y también que lleva los pantalones caídos, pero yo creo que eso debe de ser porque no le da el cinto por la barriga que tiene, como dice la abuela.

Se echó a reír, de repente serenó la risa y me dijo: «Si subo con doña Teresa es porque ella puede tocar los huevos sin que pase nada, pero si lo haces tú lo más probable es que les dé el fato a las palomas y ya no vuelvan al nido. Y como yo no entro por la tronera y a doña Teresa le da miedo, la tengo que ir dando empujoncitos por detrás para animarla, así que no es de extrañar que se me caigan los pantalones», me hizo saber con su peculiar astucia. Pero a mí no me acababa de convencer aquella manera de hacerlo y quise saber porqué en vez de empujarla con la barriga no la empujaba con las manos, que sería lo más normal, y me contestó «qué cosas tienes, tunante, pues porqué va a ser, por la cosa del reuma, ¿es que no sabes que no me deja doblar las costillas? Y como de sacristán estoy mucho tiempo de rodillas ya tengo más costumbre que hacerlo levantado, ¿te has enterado ya?».

De cualquier modo me advirtió que no se me ocurriera decirle nada a nadie de todo aquello, y mucho menos a don Salustiano ni a la abuela, porque se iban a descojonar de cómo se las apañaban dos tontos como ellos para coger unos pichones. Y no se habló más del asunto.

Hay que reconocer que además de astuto el abuelo era muy zorro y avispado y lo hubiera sido más de no haberle fallado el oído, tan sólo había que ver lo bien que se las apañaba para coger los pichones del campanario. Era más listo que los ratones colorados, por lo que solía decir mi padre.

La cuadrilla de amigos inseparables de siempre la hemos formado el Pulguilla, el Cagarruta, el Letanías y un servidor, el Gullurío, toda la vida hemos sido grandes amigos. ¡Cuántas travesuras no tendremos hechas juntos! A mí en casa me tenían por muy travieso pero no le llegaba al Pulguilla ni a la suela de los zatapos porque lo suyo más que travesuras eran comprometeduras, muchas veces por su culpa nos llevábamos buenas palizas, de algunas aún me parece estar sintiendo el daño.

La más gorda fue cuando se le ocurrió quemar unas yerbas a la orilla del pueblo porque vio meterse un lagarto entre ellas. «Veréis cómo se va a achicharrar, éste ya no sale vivo de aquí», dijo tan farruco como se ponía siempre. El fuego se extendió como un reguero de pólvora y alcanzó a un corral colindante, quemándose buena parte de él. No tuvimos escapatoria, al parecer nos habían visto rondar por los alrededores y cantamos muertos de miedo que el causante de todo era el Pulguilla. Nuestros padres tuvieron que reparar el corral y nosotros estuvimos mucho tiempo con el culo dolorido por la paliza recibida. En mi caso, mi padre cogió la cincha del burro y me hizo en las costillas lo mismo que al centeno cuando se desgrana para sacar bálago. No por ello el Pulguilla dejó de hacer de las suyas.

Una noche estábamos jugando al escondite y tuvo la ocurrencia de meterse en una casa abierta a falta de otro sitio mejor donde nadie le viera. En la oscuridad del interior vio a una persona y por miedo a ser descubierto fue retrocediendo, retrocediendo sin mirar adonde pisaba, no se apercató de que el perro estaba tumbado, le pisó y cayó sobre él. Enfurecido el animal la tomó con él y salió bien escarmentado. Suerte tuvo de que el dueño no estaba lejos y alarmado por el alboroto acudió al lugar de los hechos cuando ya nadie podía quitarle los mordiscos que le arreó. Desgarros en la carne y moratones lució durante algún tiempo; ni por esas cogió la rabia, tampoco escarmentó como todos esperábamos que ocurriera.

Era con creces el más valiente y decidido, lo que a nosotros se nos hacía imposible de conseguir para él era pan comido. Habíamos visto que en la taina de un corral medio hundido estaba criando un gorrión. «Éste no se nos escapa, dejadme que me suba yo», dijo tan decidido como de costumbre. Le advertimos del estado en que se encontraba la techumbre; sabía lo que se hacía, nos respondió. Parecía que así era porque pisaba con tiento y nada hacía pensar que fallara el tejado y se le viniera abajo. Dicho y hecho, cedió y el desplome nos hizo temer que aquella sería la última vez que veríamos con vida al Pulguilla. Nos fuimos corriendo hacia él y lo vimos medio tapado entre las tejas, tablas y maderos intentando levantarse, con rasguños en la cara y la sangre saliéndole de lo alto de la frente. «Menos mal al suelo que me ha parado si no me despachurro aquí mismo», se consoló.

No fue la única vez que el Pulguilla dio con su cuerpo en el suelo. A cada paso poníamos en peligro nuestras vidas y si después de tantas y tantas calamidades y casos ocurridos hemos seguido viviendo es porque Dios quiso o porque teníamos más vidas que los gatos. En los ratos que no teníamos otra cosa mejor que hacer nos íbamos al campo a buscar lo que estuviera a nuestro alcance. Ya se tratara de setas o de caracoles, de moras o de endrinas, de nidos de pájaros o de ranas. Una de las mayores aficiones que teníamos por entonces los chicos y mozuelos era la de buscar nidos. El que mejor subía a los árboles era el Pulguilla, ninguno de nosotros le ganábamos. Precisamente le pusimos de mote el Pulguilla porque era el más bajito de todos pero a la vez el más espabilado, no se estaba nunca quieto, tenía habilidad y valentía para todo lo que hiciera falta, al contrario que nosotros que nos sobraba miedo por todos lados.

Había mucha afición por ir a buscar nidos. Más de una pelea tuvimos porque nos los quitábamos los unos a los otros. A nosotros nos pusieron los buches verdes porque en una ocasión nos encontramos un nido de carmones y los cogimos antes de tiempo, apenas habían empezado a echar un poco de pluma. Y resultó que aquel nido se lo sabía también otra cuadrilla de mayores que a resultas de ello nos hicieron un desprecio. Nos esperaron un día en el campo y nos amenazaron con que si otra vez les volvíamos a quitar un nido íbamos a cagarlas todas juntas. Pero ni siquiera esperaron a una próxima vez, lo pensaron mejor y nos pusieron a cagar en fila a los cuatro al tiempo que nos hacían canturrear algo así como que los mierdas sólo valen para coger pájaros en chichota. Después, con un cardo borriquero nos fueron limpiando a todos el culo.

Nido que encontrábamos, nido que nos lo sabíamos al dedillo. Pasados unos días nos acercábamos a ver si había enhuerado o si los pájaros estaban ya para cogerlos. Sabíamos de uno que tenía que estar a punto de sacar polluelos y al Pulguilla le faltó tiempo para subirse al chopo. Cuando estaba a punto de llegar a él se rompió una rama y cayó lirondo al suelo, menos mal a unos matorrales que había junto al tronco que le sirvieron para parar la caída, de lo contrario allí hubiera quedado despachurrado para siempre.

Fue un duro golpe, nunca mejor dicho, más para el Pulguilla que para nosotros, porque nos entró tanto miedo que a resultas de ello aquel año ninguno de nosotros se atrevió a subir a los árboles. Perdimos la ocasión de coger pájaros y huevos para venderlos o para merendárnoslos, como solíamos hacer. Preferimos perder antes una merienda que a uno de nosotros.

Hacíamos de las nuestras siempre que se nos presentaba la ocasión. A veces sin pensar que podíamos comprometer a nuestros padres por arriesgarnos de aquella manera. Yo le tenía oído a mi madre que cuando uno robaba para comer para nada era pecado, así que ni corto ni perezoso nos fuimos a la huerta del señor cura a templarnos bien de manzanas. Después de hartarnos nos disponíamos a marcharnos cuando apareció el guarda que intentó detenernos entre gritos de bribones y ladronzuelos pero bien alimentado el estómago no nos pillaban ni los galpos más veloces. No paramos hasta poner los pies en casa, cada cual en la suya para intentar despistar. A nadie dijimos nada de lo ocurrido, tampoco hizo falta porque aquella misma noche fueron citados nuestros padres al juzgado para comunicarles lo ocurrido. A mí me salvó el que fuera nieto del sacristán, aunque el maestro no dejó pasar la ocasión de recordárselo a mis amigos a golpe de vara. Así que tampoco tardaron en echar plumas y volar de la escuela.

Dura, muy dura ha sido mi vida, tampoco es que fuera distinta a la de los demás de mi tiempo. Ya desde pequeño tuve que enfrentarme a las dificultades que se fueron cerniendo para poder salir adelante. A duras penas he logrado sobreponerme al acecho constante del peligro. Día y noche soportando las fuertes heladas, las escarchas y las nevadas con las cuales nos las veíamos constantemente. Noches en vela tiritando de frío, de un frío que cortaba la respiración y te dejaba paralizado el cuerpo. Y también noches en vela asustado por el miedo perdido en el monte a expensas de cualquier alimaña. Gracias a que los lobos nunca se han visto por estos parajes, de lo contrario sabe Dios si no hubiera sido degollado por ellos.

Una de las ocupaciones que teníamos los chicos en tiempo de verano era la de ir a guardar el agua para poder regar. Había veces que nos juntábamos una buena cuadrilla haciendo turno día y noche. Tanto tiempo de espera daba para mucho en qué entretenernos, así que hacíamos de todo, bueno y malo. Jugar a matar el rato y hacer alguna que otra travesura. Al anochecer solíamos hacer lumbre, o al amanecer para calentarnos de la frialdad que llegaba con el alba. Sabía divinamente el calor de la lumbre y el rescoldo de las brasas. Quien con fuego juega acaba quemándose. Y eso fue lo que me pasó a mí. Jugábamos a saltar la lumbre a ver quien no se quemaba. A la primera pasada no me ocurrió nada pero a la segunda vuelta clavé de tal manera los calcañales que me vine para atrás y caí de culo en las ascuas. No pude evitar el poner las manos y me las quemé, aparte de los brazos que también me quedaron chamuscados. Lloraba a grito pelado con tanto tormento como tenía, por más agua que me echaran apenas aliviaba mis dolores que iban en aumento y que tuve que soportar toda la noche. El barro que se me aplicó no fue suficiente y no pude dormir en toda la noche, acurrucado y tapado con la manta. Al día siguiente me dejaron ir a casa, sin perder el turno, para aplicarme algo que me pudiese aliviar. Mi madre me aplicó aceite de manteca, de otra no teníamos, me tapó la parte quemada con un trapo y me dijo que ya vería cómo pronto se me iría quitando el dolor. Y con un trozo de pan y un cachito de bacalao me despidió otra vez al sitio de donde venía. Tuve que aguantarme el dolor que no cesaba y estarme quietecito hasta pasados unos cuantos días.

Había que vigilar que no se saliera el agua por ningún sitio ni que nos la quitaran, teníamos que estar en alerta sobre todo por la noche. Siempre había alguien que nos la quitaba aprovechando la oscuridad. Y quien así actuaba se encontraba con lo que menos esperaba, aun a riesgo de ser multados por los destrozos que hacíamos. Como cuando le podamos las mazorcas de maíz al tío Crispín. Fue una venganza que acabamos pagando aun a pesar de reconocer por su parte que nos había quitado el agua. Hacíamos muchas picias, a pesar de la vigilancia del guarda que a veces nos pillaba y otras nos escapábamos de misericordia.

Hubo veces en que nos salvamos del peligro de puro milagro. Aquel día de Santa Cristina, fama de mal día llegó a tener, fue muy caluroso, veíamos que la tormenta acechaba y que de un momento a otro podría descargar todo su peso. No estalló hasta la puesta del sol, cuando ya pensábamos que no iba a ocurrir. Fue visto y no visto, de repente empezó a diluviar como nunca en mi vida he llegado a ver, a caer piedra y a explotar el cielo en truenos y relámpagos que se fundían uno con el otro. Aquello parecía el fin del mundo y nosotros todos llorando de miedo porque no sabíamos adónde ir ni adónde resguardarnos. El peligro se hizo mayor cuando intentamos cruzar el pequeño río que en su estado normal apenas llevaba agua. Corríamos en desbandada sin saber adónde ir ni lo que hacer porque el agua caía con tanta furia que ni podíamos andar ni veíamos por dónde íbamos. Ni siquiera nos esperábamos los unos a los otros por el afán de salir de aquel infierno cuanto antes, los truenos sonaban secos y retumbaban en nuestras sienes como si nos dieran en la cabeza con una lata. Mezclado en aquel infierno se oían nuestros gritos, chillidos y lloros llamándonos los unos a los otros para saber adónde estábamos y para que les esperásemos. En un espacio de segundo se oyó decir a alguien que corriéramos hacia el puente para intentar cruzarlo antes de que la puja nos lo impidiera, por otro lugar era imposible hacerlo.

Seguía diluviando, cayendo piedra, nuestras cabezas eran testigos de la descarga y nuestras piernas del impedimento por la fuerza con que caía. Nos metíamos debajo de los árboles que encontrábamos de paso sin apenas permanecer en ellos escasos segundos porque temíamos que pudiera caer algún rayo y porque sabíamos de sobra que aquella no era nuestra salvación. Casi no se veía a dos palmos de nuestras narices pero así y todo estábamos en el camino que nos conducía al puente. Conseguimos juntarnos casi todos y ello nos dio ánimo, casi todos éramos unos críos menos la persona que le tocaba regar. Alcanzamos a ver el puente y entretanto se unieron los dos que faltaban pero al intentar cruzarlo el agua lo rebasaba e impedía el paso, aunque no perdimos la esperanza. El choque de la puja con el ojo del puente levantaba oleadas de agua como si fuera el mar, así que aprovechamos la caída para pasar no sin antes agarrarnos todos fuertemente de la mano para intentar protegernos de la fuerza con que venía. Daba verdadero miedo cruzar aquel mar de agua sabiendo que el ciemo depositado podría hacer resbalar a cualquiera de nosotros y llevarnos la corriente, que fue lo que por desgracia sucedió pero sacando fuerzas de lo más profundo de cada uno de nosotros conseguimos tirar de él y levantarlo.

Fue como un milagro. Ni siquiera volvimos la vista atrás, suficiente teníamos ya con ver cómo el agua había salido del cauce y saltaba por las orillas encenagando cuanto encontraba a su paso. La piedra parecía haber dejado de caer pero los truenos, los relámpagos y sobre todo el agua seguía cayendo torrencialmente. Así que cambiamos de intención, una vez a salvo en vez de dirigirnos al pueblo decidimos ir a cobijarnos a un corral que nos cogía de paso. El pueblo se nos hubiera hecho inalcanzable. Cuando llegamos a él no cabía mayor alegría en todos nosotros, alguno no pudo contener las lágrimas y metidos en un rincón esperamos a que pasara la tormenta mientras recordábamos lo sucedido. Hablábamos atropelladamente, estábamos chorreando agua por nuestros cuerpos, y aun sabiendo que nuestras pertenencias se las habría llevado la tormenta estábamos todos juntos y a salvo. Nos parecía un milagro poderlo contar.

Supimos que casi todo el pueblo había salido a buscarnos cuando después de permanecer bastante tiempo en el corral cesó de llover. No había luna y apenas se veía por dónde pisábamos, el camino estaba hecho un río y en la poca claridad que se dejaba entrever se reflejaba el agua. Apenas habíamos andado cien metros comenzamos a oír voces, gritos y ladridos de perros en la oscuridad de la noche, enseguida nos dimos cuenta que nos estaban buscando. Empezamos a ver luces por la orilla del río por donde se supone que deberíamos estar nosotros. Nos llamaban, gritaban nuestros nombres, y también escuchábamos entre el fuerte ruido de la corriente del agua lamentos y sollozos mezclados con las llamadas.

Se nos erizó la piel cuando todos a coro y con toda nuestra fuerza contestamos diciendo que estábamos allí. En la primera ocasión no se apercataron de nuestra presencia, volvimos a gritar y enseguida se oyó un vacío en sus voces para escuchar la respuesta. Fue un encuentro de gran tensión, nos dijeron que nos daban por desaparecidos, por muertos, que no tenían esperanza alguna de encontrarnos con vida después de la gran tormenta que se había formado. Nos dijeron también que en el pueblo había caído un rayo que estuvo a punto de matar al tío Nicasio. Llevaban muchos gorriones muertos, el pedrisco no había dejado ni hojas en los árboles.

Aquella tormenta pudo haber acabado con la vida de seis personas, o quizá más, además de arrasar totalmente la cosecha. Se dijo que había sido un castigo de Dios por haber metido al Santo Cristo en el pilón del agua para que se remojase, por ver si así enviaba de una vez lluvia al campo, al regresar de El Burgo de unas rogativas. La gente estaba desconsolada porque cuando tenía en las manos el fruto de sus sudores se lo había arrebatado la providencia divina. Tampoco faltaron quienes culparon de ello a las personas que aquel día les tocaba ir a tirar los cohetes para deshacer las nubes de tormenta que se formaron y no lo hicieron.

Cuando oigo lo de las avionetas del Moncayo me acuerdo de cómo nos las ingeniábamos nosotros para romper o desviar las tormentas. De pequeño alguna vez llegué a ir con el abuelo, después cuando me casé me tocó ir obligado. Lo hacíamos por adra, dos vecinos cada vez que teníamos que recurrir a este sistema. Ya teníamos los sitios establecidos dentro del término desde donde se lanzaban los cohetes, según por donde fuera la tormenta. Eran refugios para resguardarnos desde donde lanzábamos los petardazos y conseguíamos romper las nubes y deshacer la tormenta. O desviarla hacia otro pueblo con el consiguiente cabreo que cogían los vecinos por enviarles el aguinaldo mucho antes de llegar la Navidad. En una ocasión el abuelo estuvo a punto de ser atravesado por uno de aquellos petardos. Sucedió de la manera más tonta y en cambio pudo haberle costado la vida. Fue a encender la mecha con el mechero pero se lo apagaba el aire que se revolvía dentro del refugio, lo volvía a intentar y vuelta a apagársele. Así que determinó hacer abrigo con la chaqueta, encendió, sopló y se prendió. Pero no supo cómo demonios se le enganchó en el forro que lo tenía descosido, y después se llevó la bronca la abuela, y salió disparado por entre la sobaquera. Se quedó más blanco que la nube que teníamos sobre nuestras cabezas. Algo parecido le pasó en cierta ocasión al Pulguilla jugando, metimos carburo con agua en un bote y tenía que pegar una estampida que saltara por el aire. Como resulta que no explotaba se acercó a ver lo que había pasado y al ahuecarlo saltó y le pegó un golpe en toda la ceja. No le hizo herida pero llevó un buen moratón durante un tiempo.

Desde entonces las tormentas siempre han sido una cruz para mí, las he temido toda mi vida, enseguida que veía que en el cielo se formaban nubes negruzcas y blanquecinas que no me gustaban para nada aviaba cuanto antes por si empezaba a tronar. Y más aún si me encontraba lejos del pueblo. Claro que una cosa eran tormentas y otra escaparse cuatro gotas de una nube volandera que no tenía ni pinta de ser tormentosa. Pero por si acaso. Un día me mandó mi madre llevarle la comida a mi padre que estaba sembrando y cuando apenas debía quedar medio quilómetro para llegar hasta donde se encontraba se dejaron escapar unas gotas que a mí se me figuraron podría acabar en un diluvio, así que ni corto ni perezoso di media vuelta sobre el camino y me vine a casa sin tardar con la comida en el talego. El gato escaldado huye del agua.

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