En casa de mi tía había un molinillo de café, y cada vez que íbamos a verla cuando éramos pequeños nos quedábamos un buen rato mirándolo ensimismados, como si fuese un objeto inalcanzable y nos llamase a gritos desde lejos. Lo tenía colocado en el aparador del cuarto, en medio de un juego de tacitas de porcelana muy finas y delante de una jarra de cristal con un gallo rojo cantando pegada a la madera de color chocolate del fondo del mueble.
El molinillo era metálico, de un color marrón claro, satinado y brillante.
Se lo había traído de Madrid una señora muy enseñoreada que venía al pueblo a principios del verano, y los chicos teníamos prohibido tocarlo porque llevábamos siempre las manos sucias y podíamos mancharlo.
En casa de mi tía sólo tomaban café en días muy especiales, y el molinillo permanecía dormido, lo mismo que las tazas y la jarra de cristal en medio del aparador como si fuesen un objeto decorativo para que las visitas lo vieran sintiendo la distinción que suponía el tenerlo.
El día de la fiesta, antes de que tocasen a misa, cuando madre nos mandaba ir a enseñarle a mi tía la ropa que estrenábamos, la encontrábamos en la cocina, con el molinillo entre las manos, atareada en moler un montoncito marrón de granos que guardaba en una bolsita, que eran el café que serviría en las tacitas de porcelana después de la gran comida, a la que asistiría la señora que había venido de Madrid y otros señores muy repeinados y con corbata que habíamos visto en la calle mirando la puerta de la bodega del tio Avelino como si fuese un vestigio arqueológico de otros tiempos.
– ¿Queréis hacer algo? Tú, que eres el mayor, a lo mejor puedes dar vueltas a la manivela mientras hago la paella y meto el cordero en el horno para que vaya asándose.
Y yo, creo que acababa de cumplir cuatro años pocos días antes, me sentía orgulloso de que la tía me dejase ayudarla. Lo más importante era una puertecita redonda que se encajaba en el pie de la manivela, que había que abrir para cargar con un puñadito de granos, y después se hacía girar con fuerza para que el café se moliera. al moverse empezó a oírse el ruido del café triturándose, y sentí muy hondo la satisfacción de que lo estaba consiguiendo, de que había sido elegido para hacer un trabajo que sólo podían disfrutar unos pocos. Mis hermanos pequeños me miraban con los ojos muy abiertos.
Cuando oímos que tocaban las campanas de la torre, nos fuimos corriendo para no llegar tarde y poder ver la entrada de los gaiteros en la iglesia. Antes de salir la tía nos dio una peseta rubia para que nos comprásemos confites y almendras garrapiñadas en los puestos de la plaza.
A la mañana siguiente, cuando volvimos a casa de la tía para contarle todo lo que habíamos hecho en la fiesta, el molinillo de café estaba en el lugar que tenía reservado, en medio de las tacitas de porcelana y delante de la jarra con el gallo cantando.
Y allí le encontrábamos cada vez que íbamos a verla a lo largo del año, y allí le sigo recordando cada vez que pienso en aquellos tiempos tan lejanos, cada vez que pulso el botón de la cafetera de cápsulas para hacerme un café con un poco de coñac y dos cucharadas de nata montada después del almuerzo diario.
Que bonito que con las cosas mas sencillas despiertas recuerdos entrañables.