Cuando yo era pequeño en una de las callejas que da a la calle que sale a las eras en par del Juego Pelota algunos años veraneaba un hombre muy viejo que buscaba restos arqueológicos valiéndose de unos alambres como los que usan los que averiguan la existencia de agua subterránea.
Se le solía ver por los sitios menos pensados, andando muy despacio con la mirada fija en los alambres puestos hacia delante como si escuchase algo por debajo del suelo, y si alguno le tiraba de la lengua explicaba que cuando había guerras los antiguos tenían la costumbre de meter todo lo que tenían en bolsas de cuero o cajas de madera que escondían cerca de alguna fuente, algún árbol o el recodo de algún camino donde fuera fácil encontrarlas, y que después, si no volvían a casa por lo que fuera lo que habían enterrado quedaba olvidado para siempre esperando que alguno las descubriese.
Lo cierto es que se sabía que alguna vez salían cachos de piedras trabajadas o trozos de cacharros de barro cocido movidos por el arado, o que al rehondar algún pozo de los huertos cegado por el tiempo la herramienta tropezaba con la madera podrida de alguna caja que podía llevar siglos entre las piedras del brocal. En la ladera del Castillo también solían aparecer monedas viejas de tarde en tarde, pero resultaba imposible saber si eran de época de los romanos o los moros, o si se debían sólo al descuido de alguno que pasase por allí con un bolsillo roto.
En nuestro pueblo, como en todos los pueblos con más de dos mil años de memoria histórica, han llegado hasta nosotros varias leyendas de tesoros ocultos, pero es imposible saber si alguna tiene más fundamento que las demás o si ninguna merece la pena tenerse en cuenta para nada.
Una de ellas se remonta a los tiempos en que los árabes estaban en España, y asegura que un rey moro, cuando tuvo que dejar nuestra tierra huyendo de las huestes cristianas que le perseguían, metió un arca de nogal con todas sus riquezas dentro de una cueva que hay por debajo del nivel del agua en el nacimiento del río donde poco más tarde se levantó la ermita de la Virgen del Valle que hoy puede verse en un convento de Aranda. Mi abuelo, que era muy contador de historias, decía que el rey dejó a uno de sus esclavos encadenado al cofre para que lo guardara y desde entonces están saliendo burbujas de aire a la superficie producidas por el resuello del tesorero real, que coge el aire de un respiradero que comunica con la torca.
-¿Y cómo puede vivir tantos años?
-Allí abajo se respira mucho más despacio que aquí arriba y además pasa casi todo el tiempo dormido porque se alimenta de unos hongos que sólo salen dentro de las cuevas y le producen sueño.
Hay algunos que dicen que el origen del tesoro, que sí que existiría, se remonta sólo quinientos años atrás, a tiempos de los grandes reyes de Castilla, y parece ser que uno de ellos visitaba de vez en cuando a una monja que había en el convento de Ágreda para pedirle consejo sobre sus preocupaciones de Estado cogiendo cada vez un camino distinto para mantener el secreto, y una de esas veces al llegar al Duero lo dejó atrás subiendo nuestro río arriba hasta el nacimiento y después torció hacia el monte para entrar en la carretera general que usaban las carretas que atravesaban el puerto del Madero para llegar a Ágreda, pero al llegar a la Laguna Hermosa, que entonces era una pradera llena de charcas encenagadas cubiertas de hierba alta y espadañas la carroza se atolló hasta el cubo de las ruedas y varios calderos de monedas de oro cayeron en la parte más honda y quedaron sepultados en el barrizal. Hoy es difícil hacernos una idea porque ni siquiera el sitio se llama de la misma manera, ni hay rastro del paradero donde pudo atascarse la comitiva, a no ser que fuese en un vallejito hacia el bajero del monte que todavía conserva unas cuantas fuentes que manan agua y que en tiempos pudieron ser parte de la laguna desaparecida, pero por allí nunca se ha visto ninguna señal del percance que yo sepa.
Otros dicen que era un noble mandado por el rey el que recorría los pueblos en un caballo de mucha alzada cargado de sacos llenos de dinero, ajustando las mejores yuntas de bueyes para que tirasen de los cañones fabricados en tierras de Segovia que participarían en la batalla de Las Navas de Tolosa o en la reconquista de Jaén y Córdoba donde sabemos que destacaron por su valentía gentes de nuestra tierra.
Pensándolo bien no sería de extrañar que viniesen por toda esta zona emisarios del rey Alfonso VIII, que se acordaría de su campaña a lomos del caballo de Pero Nuño cuando era niño, y vendrían traídos por la fama que siempre tuvieron las vacadas de bueyes de la raza serrana que se empleaban aquí para arar la tierra. Lo cierto es que fue grande la fama de las yuntas de bueyes sorianas que destacaron entre las mejores que se emplearon en la conquista de bastantes fortalezas musulmanas, pero quién sabe.
Mi abuelo hablaba de vez en cuando con aquel hombre que venía a veranear aquí porque eran de la misma quinta y a los dos les gustaba pasar el tiempo conversando, y me dijo que una vez le había enseñado una espada pequeña de hierro, una hebilla de cobre y no sé si alguna otra cosa por arreglo, pero que él creía que se las habría vendido un quincallero o las habría encontrado en alguna casa vieja y que en nada tenían que ver con la superchería de los alambres. A mi abuelo creo que no le hacía mucha gracia tanto empeño de aquel extraño, escarbando donde nadie le mandaba, y decía que si aparecía alguna cosa dentro de nuestro término sería del pueblo, no de ningún forastero.