Hoy ha amanecido lloviznando en esta ciudad marinera en la que vivo, donde siempre llueve despacio y hace un poco de frío, no mucho. El aire que viene del mar cargado de humedad y salitre aconseja que no estemos al aire libre más de lo necesario sin abrigarnos.
Hace sesenta años, que es la medida de ordenar los recuerdos de los que nacimos en el filo del siglo pasado, en este tiempo los pastores empezaban a sacar los capotes guardados en el fondo de las arcas, y se les veían con ellos puestos cuando sacaban a carear a los rebaños.
Los vecinos aprovechaban cuando llovía para revisar los aperos de la siembra, sabiendo que después de unos días lloviendo era el mejor momento para la sementera con el terreno blando y el tiempo templado, antes de la llegada de los fríos más duros del invierno. Reponer una belorta del arado algo arpada por el uso. También reparar una reja desdentada por haber tropezado con alguna piedra arando. Un ubio tenía sólo una costilla, y habría que emplearse en componer la pareja.
Era tiempo de lluvia. Por suerte las leñeras de las afueras del pueblo estaban bien aprovisionadas de gavillas de estepas, rajas de encina y haces de ramas de enebro.
En la cocina nos entretenemos arrimados a la lumbre, escuchando las historias que nos cuentan los mayores mientras asamos bellotas entre las ascuas. También alguna arenque, que desescamamos aplastándolas envueltas en un papel de estraza contra el dintel y la puerta de la cocina. La corbetera del puchero hace un ruido pequeño dejando salir el vaho de las alubias que están cociéndose. La cocina huele a leña de estepa quemándose, y las llamas nos atrapan la mirada en su magia.
Si nos asomamos a la ventana para comprobar si llueve, vemos el agua correr por el arroyocalle. Las gotas de lluvia caen como lágrimas escurridas del cielo, levantando pequeñas ondas al llegar a la superficie del charco que se está formando en las bocacanales del tejado. Una mujer pasa corriendo como un fantasma atravesando la calle envuelta en un mantón negro, y es imposible saber quién es de tan tapada.
-¿Saldrán las setas?
-Sí. Puede que con este agua salgan.
A mí me gustaban los hongos que nacían en los cirates de los arroyos o en los linderos de las praderas. Una vez encontré un hongo blanco muy grande en la surquera de una tierra del tio Avelino que estaba sembrando, y cuando me vio con él en la mano me dijo que era suyo porque estaba en su sembrado. Al verme asustado me tranquilizó diciéndome que era una broma, y me regaló una cesta llena de hongos que había cogido antes de empezar con la tarea.
Viendo llover esta mañana de nubes apretadas se me han venido a la cabeza aquellos años en los que todas las cosas nos parecían experiencias nuevas, y recordar aquel gato rojizo que tuvimos, que se pasaba las tardes enteras dormido a un lado de la lumbre, agrieta la artesa de nuestra memoria, y no sabemos si esto que nos llena por dentro es tristeza serena o nostalgia de quien quiere desandar el camino hasta sus primeros pasos, pero sabe que el agua del río fluye y fluye, y que dos veces no pasa. Dos veces no pasa.
Hoy ha amanecido lloviendo despacio en esta ciudad marinera en la que vivo, y una avalancha de sensaciones inconcretas llegadas desde una estrella lejana me ha arrastrado con ella hasta la surgencia de los ojos donde nace el primer agua.
El otoño es tiempo de lluvia y recuerdos.