Al conjuro de estas palabras, mi mente evoca un entrañable par de vacas de mi infancia, las unce y, amarradas al carro de los recuerdos, lo arrastran lentamente y lo van descargando, poquito a poco, por aquí y por allá, por esos mágicos mundos ciberespaciales de Dios. Y, justamente aquí y ahora, descargo y ofrezco a quien lo desee, por el módico precio de su lectura, un pequeño álbum de «verbifotografías» infantiles.
Mirad, mirad. ¿Veis a este niño de cinco años que abre sus ojos negros al nuevo día? A pesar de que todavía es temprano y duermen aún sus hermanos pequeños y también los más mayores, él, como oye trajinar en la planta de abajo a sus padres, se viste y desciende rápidamente.
Nada más entrar en la cocina, mientras su madre muestra su extrañeza al verlo por allí tan pronto, su padre le pide, contento y sonriente:
-Ven, Ven que te voy a enseñar algo que tenemos en la cuadra.
Lo sigue, curioso. Sin esperar las indicaciones del padre, pasea la mirada por las vacas que hay en el establo, e inmediatamente descubre tumbada junto a la la Valerosa, la mansa, trabajadora y soberbia vaca de pelaje salpicado de pintas blancas y negras, una blanquísima ternerita a la cual lame tiernamente.
Se queda absolutamente prendido y prendado. Nunca había visto una ternera tan inmaculadamente blanca.
-Ha nacido esta noche -informa el padre.
-¿Puedo tocarla? -pregunta anhelante el niño.
-Ahora no. Cuando esté sola. Y más adelante, una vez la Valerosa se convenza de que lo único que quieres es acariciar a la cría, podrás hacerlo aunque esté ella.
Desde ese día, cada mañana al levantarse, su primera visita es para la ternera a la que acaricia y saluda alegremente: «Hola, Blanquita. Buenos días». Y antes de irse a dormir se despide de ella con el lógico «adiós, Blanquita. Hasta mañana».
En el mundo de este niño en el que predominan los colores y tonos oscuros, pardos, grises, el blanco puro lo atrapa y hechiza de tal manera que en su retina se quedarán grabados para siempre el impoluto traje blanco de comunión de aquellas niñas, el vestido de aquella novia, el de la espléndida nevada que lo dejó pegado al cristal de la ventana de la habitación, cuando al mirar a través de él, lo vio todo vestido con su mejor prenda de invierno, y ahora esa dulce ternerita que esperaba cada día sus palabras y caricias.
Pero un mal día, encaramado en lo alto de una pila de leña, vio hablando a su padre con «los Cuadraos», esos tratantes de ganado de Salas de los Infantes que, de tanto en tanto, se llegaban al pueblo en el que compraban vacas, terneras y terneros. Su pequeño cuerpo se paralizó y el corazón le palpitó aceleradamente cuando, tras unos «que no», «que sí», «partimos la diferencia…», chocaron las manos el tratante y su padre. Su mente infantil, entonces, se preñó de negros pero indescifrables presagios, que se cumplieron pocos minutos después.
Primero, los vio entrar en la casa y, más tarde, salir por la puerta de la cuadra. Pero… ¿qué pasa? Mientras uno de «los Cuadraos» estira de una soga a la que va amarrada su Blanquita, su padre la empuja por detrás. Pero, ¿No se dan cuenta de que no quiere salir de la cuadra?, se dice el niño. ¡Que su buena madre no está!, ¡que solo ha salido de la cuadra en compañía de ella!
Por mucho que se resiste, ve que su Blanquita es prácticamente arrastrada hacia el camión que espera con una rampita por la cual ascenderá hasta el cajón donde viajará camino del matadero.
El niño, en un profundo y resignado silencio, la acompaña mientras se desborda el rebosante manantial de sus lágrimas, repitiéndose para sus adentros: ¡Adiós, blanquita, adiós!
Autor: Carlos Andrés Vallejo.
Narración muy emotiva que, de una manera u otra, hemos vivido casi todos y todas cuando éramos unos chiquillos.
¡Enhorabuena!