El tío Avelino era uno de los pocos hombres del pueblo que fumaban en aquel tiempo. Arrancaba una hojita de un librillo blanco, y enrollaba en ella un pellizco o dos de un polvo marrón que guardaba en un saquito de badana. Después, con mucha parsimonia, se ponía el cigarro en la boca y encendía una cerilla rascando en el asperón de la cajilla mientras chupaba para dentro hasta que conseguía que prendiera. Con la primera calada se quedaba mirando al sol como extasiado, y yo le miraba a él como quien mira a un dios romano, pensando que cuando fuese mayor me gustaría hacer aquello y sentirme una persona importante como él me parecía a mí, fumando.
Por aquel entonces de mis tres o mis cuatro años, fascinándome con las cosas más pequeñas de cada día por parecerme todas nuevas como recién estrenadas, en el pueblo sólo fumaba el médico, el boticario y el vaquero. Del vaquero se contaba que fumaba hierbas que cogía por las praderas cuando iba con la vacada, y que había alguna que le gustaba más que el tabaco, pero ese es otro cuento.
Lo que no sé ni puedo saber es si el tio Avelino fumaba mucho o poco, pero lo cierto es que su vida fue larga y se apagó con los últimos ecos de sol del siglo pasado, a una edad provecta, bien disfrutada y llena de peripecias chocantes que compartía con todos. En sus últimos años a la tia Lorenza le dio por renegarle a cuenta del tabaco porque parece que le habían dicho los médicos que una tosecita seca que le había entrado le podía venir de haberse pasado la vida fumando tabaco de picadura, pero él se reía con sorna y a otra cosa. Escondía su saquito de badana debajo de una piedra que tenía al pie de la parra de su casa, y cuando salía por la moche a ver si el cielo estaba raso o anunciaba agua para el día siguiente antes de irse a la cama, aprovechaba también para echar el último cigarro sentado en el poyo de la puerta. La tia Lorenza se lo tenía que conocer por el tufo cuando entraba en la alcoba a tumbarse, pero supongo que ella se haría la dormida para que no le revolviera los sosiegos a deshora, y que después de todo nada podía hacer si él se empeñaba en fumar hasta que se le llevaran los demonios.
Tenían una hija o dos que se habían ido a servir a Zaragoza, y una de ellas volvió una vez fumando. La que se lió fue buena.
–Ya sólo me falta que un día vengas con pantalones a casa. Aquí no entras -dicen que le dijo, y se quedó tan ancho.