– Mi madre me ha dicho que si me puede dejar usted una hogaza, que la última que nos quedaba se nos ha encanecido bastante, y dentro de dos días va a cocer ella y le devolverá otra reciente.
A mediados del siglo pasado cada familia todavía hacía su propio pan, hasta que empezaron a traerlo los panaderos de Berzosa y de Zayuelas.
El cocedero había sido siempre el corazón de cada vivienda, aunque a última hora no en todas las modernas se construía, y se usaban los que quedaban en casas viejas que habían sido de los abuelos y que ya no vivía nadie en ellas.
En mi familia lo teníamos un poco lejos, en una calleja de las que salían del pueblo para coger la senda que iba al plantío de Las Huertas y el río. Era un cachimán lleno de aperos arrumbados y arreos rotos de la yunta que se guardaban por si algún día venía bien alguna pieza para arreglar otro.
El cocedero era una especie de cocina grande, con una artesa de amasar y una mesa muy larga para ir extendiendo las hogazas, primero para que fermentaran tapadas con mantas y luego para que se enfriaran al sacarlas. En una de las paredes estaba la boca del horno tapada con una chapa de hierro, y el vacío negro que imaginábamos dentro de él era el corazón del corazón que producía el milagro inescrutable de convertir la masa de harina en el pan que nos quitaba el hambre desde por la mañana hasta por la noche.
La víspera del día elegido pedíamos la muestra de la levadura guardada a la última casa que hubiera cocido, y al día siguiente muy de mañana, mi madre se encaminaba calle abajo con ella entre las manos al cocedero y se ponía a la labor. Hacer lumbre para que fuese caldeándose la sala. Dejar bien limpia la artesa y los cedazos, cerner la harina, y calentar el agua para que estuviese templada.
Entonces empezaba la tarea de amasar. Hacía un agujero en el montón de la harina, echaba un puñado de sal, la levadura compartida y, por fin, el agua templada necesaria para hacer la masa. Remover, mezclar, seguir removiendo, mezclando harina, levadura, sal, harina y más harina, que se iba haciendo poco a poco masa, dejando de ser sólo harina en su proceso para convertirse en pan. Las manos de madre se hundían en la masa, y seguían removiendo sin descanso. Hundía también los brazos hasta el codo, manos y brazos cubiertos de harina. Removía y removía, hasta que la masa no se pegaba a las paredes de la artesa. Ya estaba hecha. Unas mantas calentadas a la lumbre tapaban la artesa para conservar el calor que ayudaba al fermento.
– La masa y el niño hasta en verano tienen frío.
Mientras tanto, bien cargado el horno de leña encendida, iba cogiendo la temperatura que hacía falta.
El trabajo de hacer el pan es laborioso, pero recompensa sobradamente.
Fermentada la masa, se hacían las hogazas una a una, y se dejaban reposar en la mesa para que hiciera su efecto la levadura alcanzando el doble de su tamaño. Llegado el momento, se amontonaban las ascuas a un lado de la boca del horno, y se barría por dentro dejándolo limpio para recibir las hogazas, que se iban metiendo una a una con una pala de madera de astil largo, y se dejaban hornear el tiempo necesario con la boca del horno tapada con la chapa para aprovechar el calor de la lumbrera. El proceso de cocción era sosegado y silencioso. Mi madre lo dedicaba en los mil quehaceres de la casa, al tiempo que volvía al horno cada poco, por si bajaba el calor y había que reavivar las ascuas, y comprobar el punto de tostado.
Por fin, sacarlas era una labor sopesada. Iba trasegando con la pala una a una las hogazas desde el interior del horno hasta la mesa preparada para que se enfriaran. Una, dos, tres… Así, hasta diez o doce hogazas refulgentes como soles, que eran suficientes para tener pan un par de semanas.
Después de sacadas, tocaba hacer los panetes, que en otros sitios llaman extendidas o pan de aceite, y dejaba que se hicieran despacio con los últimos rescoldos que mantenían el horno a la temperatura apropiada.
Algunos días, por fiestas patronales o navidades, se hacían sobadillos, rosquillas y tortas que se comían en días señalados, con una copita de anís o vino rancio, o para convidar a los que fueran por casa.
A los chicos nos gustaba que nuestra madre nos hiciera a cada uno hogacitas pequeñas y panetitos con azúcar por encima, y era casi como si nos regalase una golosina de las más buenas.
La ceremonia casi sagrada y más importante tenía lugar al terminar la cocción del pan. Bien limpias las manos, tomaba la porción de masa que había reservado, y la depositaba en el fondo de un lebrillo pequeño. Lo tapaba con otro del mismo tamaño, y cubría uno y otro con un trapo blanco para preservarlo de la luz y del aire. Hecho esto, volvía con ello calle arriba entre las manos y lo guardaba sobre una mesa pequeña en el rincón más oscuro de la despensa, que era el sitio más recóndito de la casa. Allí esperaba sosegado y secreto, hasta que, unos días más tarde, alguien llamaba a la puerta preguntando por la levadura madre, que en su familia se les había acabado el pan y necesitaban hacer otra hornada.
Que así sea por los siglos de los siglos, por muchos años.
Eutiquio, muy interesante lo que nos cuentas y que me trae muchos recuerdos de cuando mi madre cocía, hay que ver como se las ingeniaban prestandose el pan para comerlo lo más blado posible.
Recuerdo también que el pan se compartía generalmente entre dos familias para que no se quedara tan duro , a pesar de que duraba varios días y no como ahora que ya no vale de un día para otro.