Relatos de pueblo con picota: memoria viva

Es para mí un verdadero placer presentar el último libro de Eutiquio Cabrerizo, a quien le tengo como amigo además de disfrutar como lector con su prosa.

Le conocí primero como escritor. Concretamente con motivo del Primer Certamen de Novela José Saramago. Yo entonces, como componente del jurado, no sabía quien era el autor de una de las novelas que me gustaron y quedó finalista. Más tarde supe que era suya, cuando se publicó con el título Estelas de una diosa. Ramón Viadero, nuestro común amigo, me habló de él.

Más tarde, a través de la Fundación Gerardo Diego, tuve ocasión de conocerle con motivo de la edición en braille de la antología que había preparado, Voces Poéticas de Cantabria.

El siguiente encuentro fue cuando me pidió mi participación en uno de los actos culturales programados por la ONCE, para hablar sobre la obra poética y pictórica de Julio Maruri.

Desde entonces hemos cruzado correos electrónicos sobre diversos temas. Algunos de ellos fueron puntualizaciones o comentarios que me hizo a lo que nos oyó en la tertulia de la SER con Suleima Campo, comentarios de una persona reflexiva, crítica e irónica.

Añádase a lo anterior los encuentros casuales, las conversaciones urgentes de acera, siempre aplazando un encuentro que deseamos sea más despacioso para hablar de literatura o sociedad, de la vida, en definitiva.

Ahora me pide que le acompañe en la mesa en la liturgia de presentación de su libro Cuentos de un pueblo con picota.

De entrada debo decir que el libro me ha gustado mucho y me ha emocionado. Esto último, la emoción, es uno de los aspectos que más valoro después de concluir un libro.

Que el libro te deje un poso, un buen recuerdo además de haber disfrutado con su lectura, es otro de los aspectos que tengo en cuenta. Hay libros agradables de leer, amenos podíamos decir, pero olvidables una vez concluida su lectura. Es una literatura de entretenimiento, que por supuesto no descalifico, cumple su función, pero suele decirse de ella que es de usar y tirar.

Escribe Eutiquio en su primera estampa, En septiembre las palomas, después del pórtico que representa un poema de Silvano Andrés de la Morena, a modo de declaración de principios: “Los que hemos aprendido a vivir lejos de los lugares donde disfrutamos de la inocencia conservamos la memoria preñada de olores, de sabores, de sonidos y paisajes que quedaron sembrados para siempre en nuestra cabeza. El olor de los árboles cuando nos bañábamos en el río a la sombra de las choperas. El sabor de la fruta de los huertos que cogíamos todavía un poco agria y comíamos casi de la rama. El sonido brillante y claro que esparcía el campanario de la iglesia los domingos por la mañana y nos despertaba emociones de fiesta.”

Continúa: “Y cuando necesitamos coger aire para reconfortarnos en el desarraigo nos dejamos arrastrar por la tolvanera de todos los recuerdos y volvemos al sitio donde nacimos buscando las huellas sagradas que ha ido respetando el tiempo”.

Estos dos párrafos expresan el espíritu de la prosa escrita por Eutiquio Cabrerizo y con ellos comienza también el último relato, Entramorríos, como una forma de cerrar el círculo.

El libro lo constituyen una serie de evocaciones del autor de su pueblo de infancia. En ellas rememora en relatos de apenas dos o tres páginas imágenes de su infancia, olores, personajes singulares, costumbres, fiestas, refranes… De las costumbres vinculadas a las estaciones del año y las tareas agrícolas correspondientes. Habla de la emigración española a centro Europa o a la capital para conseguir un trabajo de portero (Desarraigo), de misteriosas leyendas (la búsqueda de un supuesto tesoro en Las huellas de un tesoro) y tradiciones transmitidas oralmente (las marzas en La ronda de los mozos), del miedo de los pueblos a las incursiones de los lobos en sus rebaños y las múltiples leyendas sobre ellos, del niño que tiene que irse al colegio de la capital, de sus añoranzas del pueblo en él y, de sus regresos en las vacaciones infinitas del verano ansioso por conocer todo lo que ha sucedido en el pueblo durante su ausencia.

Habla de las gamberradas propias de la juventud y de los juegos: “Los juegos tenían nombres que no existen en los diccionarios, y despertaban en nosotros el embrujo mágico de los buenos ratos vividos otras tardes jugando y riendo sentados en corro alrededor de la lumbre mientras escuchábamos el viento que aullaba en la chimenea y sabíamos que fuera seguía lloviendo o nevando”.

Una cierta nostalgia macera sus relatos, que se teñirá de miedo en algún caso concreto, por ejemplo ese miedo atávico de los niños a los traslados de domicilio de sus padres, de ciudad: “El día que los padres dijeron a su hijo que iban a irse a vivir a Madrid a trabajar en la portería de una casa de gente muy rica que les habían buscado unos parientes en vez de alegrarse se entristeció pensando que allí no conocería a nadie para jugar a la tuta, cambiar los palepes repetidos o ir a los plantíos a matar pájaros”.

O cuando le llevan al nuevo colegio de la ciudad: nuevos amigos, la experiencia de ir en tren por vez primera: “La locomotora es como una trilladora con las tripas llenas de carbones encendidos que va resoplando humo por la chimenea y arrastra más de veinte vagones si hace falta”.

El tren como modernidad no conocida, pero asimismo, la decadencia de los pueblos cuando el tren deja de ser rentable y ya no presta servicio.

Muchas de las páginas del libro están inspiradas en la oralidad transmitida En ella cumplen un papel fundamental los ancianos, que son los que dan las consejas. En el libro esa función la realizan los abuelos, que son los que dan ternura y cariño incondicional a la vez que cuentan las historias que luego él ha desarrollado (La cocina).

“Ya no quedan en los pueblos contadores de historias como ella, y cada vez hay menos gente que se reúna alrededor de la lumbre para hablar del pasado o de las cosechas, o entretener a los más pequeños de la casa jugando a aquellos juegos entrañables a los que ya nadie volverá a jugar”.

Y siempre con mucho humor y aludiendo a la fina ironía pero noble de las gentes de los pueblos, a su picaresca burlona, en determinadas ocasiones, relacionada con la dignidad ofendida, relacionada con la supervivencia otras (A última hora).

Uno de los logros es el cómo cuenta las cosas. Parece que las leyendas e historias que nos va narrando se las estamos oyendo en la cocina de la vieja casa familiar un atardecer de invierno al calor de la lumbre. Transmiten el espíritu de las consejas que él mismo, todos, hemos oído desde siempre a nuestros mayores. En su novela La charca de los enebrales, su protagonista recuerda cuando de pequeño el tío Virgilio le contaba historias: “En ningún libro encontré la emoción que sentí cuando él me contó por primera vez aquellas historias alrededor de la lumbre”.

Quiero decir que hay preocupación porque el texto esté bien escrito, por hacer literatura, pero al mismo tiempo, por conseguir esa sencillez que remite a la oralidad, al tiempo sin tiempo. Al tiempo de conversaciones familiares y entre amigos sin la televisión que nos robe la comunicación íntima. Lo cual contribuye al placer de la lectura., al disfrute de un libro que cuando uno acaba de leerle parece que pide más.

“Extremando infinitamente la elección de cada palabra para que cada una de ellas dijese con precisión lo que deseaba decir exactamente, sin que ninguna traicionase su pensamiento y su intención de escribir” describe en Estelas de una diosa a su protagonista.

Las historias narradas corresponden a un pueblo castellano. Eutiqio nació en Fuentearmegil, un pueblo de Soria. Pero son historias universales. Pudieron haber sucedido en cualquier otro pueblo. Las identificamos como próximas, conocidas. Algunas en concreto, qué duda cabe, son comunes a los pueblos de los años sesenta de una España que quiere modernizarse pero que en el mundo rural están aún lejos de conseguirlo.

Y Eutiquio Cabrerizo recupera no sólo estampas de la memoria, también hay una recuperación del lenguaje, y ya sabemos la relación que tiene el lenguaje con la vida y el contexto social. Somos lenguaje. Escribía en La charca de los enebrales: “Por esa misma razón las palabras no son inocentes tampoco en sí mismas ni nosotros lo somos a la hora de elegirlas. Todas las palabras significan, y dicen mucho de lo que pensamos de las personas y de las cosas”.

Hay muchas palabras y denominaciones que son específicas de su territorio de infancia, palabras de un ámbito cultural concreto, palabras que no sé si aún se emplean, que probablemente desaparecerán porque remiten a unas formas de vida ya en desuso. “En poco tiempo se olvidaron también estas palabras y lo que significaban”. Cito algunas: zarragón, pingurucha, ubios, horcates, corroncho, cámbara, lebrillo, azumbre, támbaras… Son palabras que tienen un poder evocador, un sonido castellano especial. No sé si hubiese sido conveniente incluir un breve vocabulario al final del libro.

Tiene el libro un hilo de continuidad con su novela antes citada La charca de los enebrales. En ella el autor nos cuenta la vida de un niño de un pueblo castellano que después de un intento en Madrid para mantener la visión, es enviado a un colegio para invidentes que él sitúa cerca de Torrelavega. La vida rural que el protagonista recuerda, las estampas que su memoria guarda de la infancia en la aldea, la experiencia intensa sentida al conocer Madrid, la gran ciudad …están descritas con sencillez y emoción, como sucede con los relatos que integran Cuentos de un pueblo con picota.

Por cierto, obra con la que obtuvo el Premio Tiflos de Novela para escritores ciegos convocado por la ONCE en 1999. Les digo el jurado: José Hierro, Luis Mateo Díez, Benítez Reyes, García Montero, Almudena Grandes y Ana Roseti entre otros. Un jurado de lujo, evidentemente.

Por último reseñar que me ha llamado la atención que no haya ninguna referencia a sucesos o personajes del pueblo relacionados con la guerra civil, de un bando o de otro. Algo habitual en los pueblos que guardan rencores o silencios alusivos sobre un periodo al que no pueden renunciar aunque quieran.

Un libro, en resumen, lleno de riqueza sensorial y de lirismo en sus descripciones, de memoria y de vida, de homenaje a nuestros anónimos pueblos castellanos y sus gentes, resistiendo unos y siendo granero de España, emigrando para crear riqueza en las grandes ciudades del norte o en Madrid otros. Un libro lleno de sentimiento y melancolía. Un libro necesario.

Las ilustraciones de Cruz López más las fotos en blanco y negro, nos aproximan más íntimamente a través de las escenas populares y los paisajes que recrean a la intimidad y ternura que se describe.

“Cada pueblo tiene su historia, y cada historia tiene detrás las gentes que las vivieron, que las siguen viviendo cada día y hacen que continúe siendo posible la vida y el progreso”, escribe Eutiquio.

“Para él escribir fue siempre un modo de llenar momentos vacíos, y también un refugio y una escapatoria de cosas que le desagradaban”

“Le quedó menos tiempo para la lectura y el estudio de la literatura con personajes ciegos, y tampoco demasiado para escribir sus recuerdos o sus sueños” escribe en un momento dado sobre su personaje en Estelas de una diosa.

Con todo, espero que no tarde en regalarnos una nueva entrega de páginas llenas de melancolía y belleza, de hondo sentimiento y de buena literatura.

Luis Alberto Salcines

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