Morcillas, jamones, chorizos y otras glorias de la matanza.

Matada la cochina y hechas las primeras labores, mientras los hombres estaban atareados chamuscando, colgando y abriendo la canal de la res para que fuera oreándose, las mujeres se ajetreaban en la cocina, unas haciendo el mondongo con rebanadas de pan, especias, sal, cebolla, arroz cocido y sangre, y otras preparando una buena lumbre para el almuerzo de media mañana.

Matar un cerdo doméstico fue durante siglos la forma que la gente de muchos pueblos tenía a su alcance para disponer de carne con que reponer fuerzas para afrontar la dureza del trabajo y el rigor de los fríos del invierno.

Unas parrillas de hierro sobre una buena cama de ascuas esperaban la venida del cabeza de familia con las primicias de la cochina, un buen trozo de somarrillo para asar a la lumbre, que repartirá entre todos y nadie se quedará sin probarlo. Los jóvenes BAJABAN a la bodega a echar la primera cuba de la temporada poniéndole la canilla, y volvían con porrones y jarros llenos del clarete de la última cosecha.

– Vaya vino bueno que ha salido. Está cojonudo. Cómo se nota en el color que este verano apretó el calor de lo lindo.

El almuerzo era una cazuela grande de sopas morenas hechas con rebanadas de pan de la hogaza y el toque de la sangre de la cochina que les da ese color especial y un olor fuerte que llevaba a todos a dar tras ellas con la cuchara en la mano. El somarrillo crugiente de asado y algo del alma de la barriga con su delicadeza de carne fresca, es un lujo de los dioses regado con el vinillo joven de los jarros.

La tarea de lavar las tripas les toca mayormente a las mujeres, que se acercan al río y se dedican a ello con esmero, vaciando, restregando, volteando, volviendo a restregar. Por suerte el agua del nacedero sale a dieciocho grados de temperatura hasta en pleno invierno, y las manos agradecen no quedarse amoratadas por el frío cuando hiela o nieva. De vuelta a casa, todavía habrá que meterlas en agua tibia con sal, vinagre y cebolla para dejarlas relimpias.

La dueña de la casa se ha encargado de aderezar un par de pollos matados y desplumados la víspera, y con los menudillos y las patas ha preparado un arroz caldoso para que todos puedan reconfortarse y ninguno se quede con hambre. Alrededor de la mesa del comedor se sienta más de una docena de personas adultas, sin contar otros tantos chicos y chicas que comen en la cocina más a sus anchas. El arroz es una fiesta de olores, colores, sabores que con el paso de los años seguimos recordando, y el perol con los dos pollos guisados abre el apetito sólo con verlo y respirar el olor a pollo de corral recién frito es el mejor manjar del mundo. Los que hemos vivido esas celebraciones grandes de los días de matanzas, con toda la familia reunida, conservamos en la memoria esos ratos inolvidables, comiendo y bebiendo, contando anécdotas y acertijos, y más que nada jugando a las cartas con dos barajas porque una sola se quedaba pequeña.

Después de la sobremesa, cortadas las tripas en trozos de una cuarta de largo, se cosían por abajo y después se rellenaban de mondongo un poco más de la mitad y se cerraban cosiéndolas también por la parte de arriba.

En un descuido de las mujeres, los mozos les escamoteaban un poco de masa y salían a las calles en busca de mozas descuidadas para pintarles la cara de mondongo, siguiendo una costumbre de siempre que a ellas les parecía un poco pesada, pero sabían que era sólo una broma que no tenía ninguna malicia.

La caldera de cocerlas puesta sobre unas trébedes grandes, se mediaba de agua para que fuese calentándose en la lumbre. A medida que se iban haciendo se ponían en la caldera cuidando que no se rompieran, y se las dejaba cocer dos horas sin prisa, dándoles alguna vuelta de vez en cuando con un cucharón grande de madera.

Pasado este tiempo, se iban sacando una a una con cuidado para que no se rompieran, y se extendían en las gamellas para que se enfriaran antes de colgarlas de las varas puestas en el techo a lo largo de las paredes de la cocina.

El caldo de cocerlas también se aprovechaba, una parte para hacer sopas mondongas para la cena, y el resto se lo iban dando a los chicos en pucheros para que lo llevaran a las casas que no habían hecho matanza, junto con una morcilla y unas tajadas de panceta para los más cercanos para que frieran algún torrendo.

– Dile al cura que te dé los hierros de hacer hostias, que nos hacen falta para asar las mantecas.

– Le dices al herrero que te deje el cuchillo de palo, que no tenemos uno aparente para cortar los magreros.

– Si está el cabrero en casa pregúntale si le han salido ya los dientes de arriba a un cabrito que le nació sin ellos.

Los chicos ponían caras raras con aquellos recados que les daban los mayores riéndose, y no sabían si tenían que hacerles caso o si era mejor no decir nada por si en las casas donde iban se enfadaban y les daban un testarazo en la crisma por ir con esas zalemas.

Salían cargados con los pucheros de caldo, y en la calle había caído la noche y la oscuridad atemorizaba un poco. Lo peor era la helada que empezaba a congelar el agua de los charcos, y la brisa que venía del cierzo y se notaba en la cara como si cortara.

Ya de vuelta, se arrimaban a la lumbre ateridos, frotándose las manos con ganas para quitarse el entumecimiento. En cuanto entraban en calor se arrimaban a jugar a las cartas en la mesa de los chicos, en otra jugaban al subastao los mayores, y las conversaciones de unos y otros alegraban el final de la fiesta hasta mucho más allá de pasada la media noche.

En la cocina, el segundo día de matanzas por la mañana cambiaba el ambiente por completo. Olía al olor fuerte de las morcillas frescas que colgaban como cuerpos oscuros del techo en dos filas de varas, unas más grandes, otras más pequeñas, algunas gordas, llenas de bultos y protuberancias según la parte de la tripa de la que estuviera hecha.

Las mujeres habían retirado las cenizas viejas y encendían la lumbre del nuevo día valiéndose de las ascuas de los últimos tizones de las rajas de la víspera, y ayudándose de unos vencejos que ardían bien y la llama lamía las ramas secas de una gavilla de estepas hasta levantar una buena llamarada.

En un cuarto de al lado comunicado por un vano sin puerta, los hombres se afanaban destazando la cochina, tarea laboriosa que requería técnica aprendida de unas generaciones a otras. Sonaban golpes fuertes sobre el hueso duro del espinazo, partiendo primero en dos la canal todo a lo largo, y después dando forma a los magreros, tocinos, delanteros, costillares y lomos, que iban echando en las gamellas para luego salarse o adobarse.

La tarea era larga y esforzada. y cuando conseguían adelantar bastante del trabajo, hacían un alto para el almuerzo de media mañana y recobrar fuerzas.

En la cocina las mujeres habían hecho sopas mondongas con el caldo de cocer las morcillas, y tenían a la lumbre una sartén sofriéndose la asadura con trozos de tocino del alma y recortes de la carne magra del pescuezo. Los que han probado el hígado de cerdo guisado así, dicen que no hay mejor receta para hacerlo. El dueño de la casa bajaba a la bodega a reponer el porrón de lo nuevo de la cosecha, y cada tanto empezaba una y otra ronda de dar con él una vuelta a la mesa para asegurarse que no se quedaban secas las gargantas.

– A mí como más me gustaba la asadura era asada a la lumbre en una parrilla de hierro puesta encima de una buena cama de ascuas.

Los jamones, los tocinos y los delanteros se ponían en gamellas sobre una capa de sal gorda y bien cubiertos de sal para que fueran salándose poco a poco durante un mes entero, puesto un peso por encima para ayudarles a coger forma antes de ponerles al oreo.

Después de almorzar la tarea se alargaba hasta mediodía. Unos metían en sal las piezas más grandes, y otros ponían en adobo los costillares y los lomos. El despiece restante era el menudeo de los huesos y el aprovechamiento de la carne magra y los órganos internos que se picaban para hacer chorizos y güeñas.

La comida del segundo día solía ser una puchera de alubias pintas o rojas que cocía toda la mañana arrimada con un sesero a la lumbre para que no corriera peligro de caerse. Cuando ya estaban cocidas se hacía un refrito de pimentón y ajo, que le daba el toque justo para que la memoria las recuerde como un plato insuperable acompañadas con un par de guindillas de los huertos metidas en vinagre. Después de las alubias llenaba la cocina el olor churruscado del somarrillo y la densidad de unas morcillas que se terminaban de asar en las parrillas. El que ha estado en una de esas comidas familiares en las que reinaba la diosa de la armonía y la abundancia, las recuerda para siempre.

La sobremesa se alargaba lo justo para que diese tiempo a seguir con la tarea. Una máquina de manivela les ayudaba a picar la carne para hacer los chorizos. Con la mano izquierda iban cebando la tolva, mientras que la derecha daba vueltas a la manivela para que un eje moviese la carne hacia las cuchillas encargadas de picarla.

– Hasta mitad de los años cincuenta se picaba a mano con unas tijeras grandes. Por entonces me acuerdo que llegaron a nuestros pueblos las primeras máquinas que se compraban por familias, y fue un adelanto grande.

La tarea llevaba su tiempo, y las mujeres iban turnándose en las diferentes faenas. Los riñones, el bazo, los livianos y demás entresijos se picaban para hacer las güeñas que, aunque pareciesen embutidos de segunda clase, daban un sabor único a muchos guisos y había quien las prefería hechas a las ascuas porque tenía un sabor más entero que el chorizo.

Las abuelas y tías mayores habían echado toda la mañana pelando y picando ajos, que se empleaban para adobar las chichas recién picadas, y se dejaban asentar entre tres días y una semana antes de enchorizarlas para que tomasen bien el eco profundo del adobo que deja en el paladar el gusto justo a pimentón dulce o picante, según la costumbre de cada casa.

También se adobaban los huesos sueltos, las patas, las orejas y la morrera, que en unos días colgarían de las varas para orearse y ahumarse.

A media tarde aparecían los chicos correteando con la vejiga de la cochina inflada como una zambomba, y era difícil librarse de algún zambombazo entre risas de unos y otros.

– He puesto unas patatas a asar para cuando salierais de la escuela -dice la madre-. Tenéis que tener cuidado que no se quemen.

– ¿Podemos asar bellotas?

– Haced lo que os dé la gana, pero acordaos de arparlas, no vaya a estallar alguna.

Mientras se hacían, echaban ascuas en el brasero y se ponían a jugar al guiñote alrededor de la mesa camilla.

– Sacad las patatas, que empieza a oler a quemao. Si no estoy yo encima de todo…

Y justo en el momento de ir a sacarlas con las tenazas, una bellota sin arpar explota.

– Ya lo decía yo. Tengo que estar en todo. No hay quien pueda con vosotros.

Gracias a todas las informantes y los informantes que lo recuerdan de cuando ellos y ellas lo hicieron o vieron hacerlo, y han tenido la generosidad de contármelo para que yo pueda escribirlo.

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