Carnavales en Fuencaliente

Este año me voy a disfrazar de pirata en la fiesta de Carnaval del Burgo. Me acuerdo que, cuando aún estaba en la escuela, nos juntábamos todos la semana de antes de Carnaval para ir “a pedir del Gallo” por los cuatro pueblos del Coto Redondo. Nos llevaba mi padre en la furgoneta. El más mayor del grupo llevaba la bandera y los demás las cestas o bolsas para meter todo lo que nos dieran. Llamábamos a las puertas y cantábamos o rezábamos según nos pidiera el dueño de la casa. Con los alimentos que nos daban y alguna perrilla que también caía hacíamos merienda el Domingo Gordo en la escuela.

Voy a la cocina y pregunto a mi madre. Ella me cuenta:

– Claro, hija. En mis tiempos también se hacía eso. A nosotros dinero no nos daban pero sí muchas cosas de comer para la merienda. El Domingo Gordo por la tarde, comprábamos un gallo y lo perseguíamos por las eras hasta pillarlo. Luego lo enterrábamos asomando la cabeza y nos tapábamos los ojos a ver si lo atizábamos con un palo.

– ¿Y qué más cosas hacíais?

Esa tarde mi madre me explicó un montón de cosas de los carnavales.

– El Domingo Gordo, además de lo que hacían los chicos en la escuela, había misa por la mañana, y por la tarde las mozas se ponían los guardapiés y los mantones como disfraz. El alcalde daba vino en la Casa de Pueblo y el alguacil lo anunciaba con la corneta para que la gente se enterara y fuera a beber llevando cada uno su merienda. «¡Se hace saber que acudan a beber a la Casa de Pueblo!», decía. Por la noche había baile con los gaiteros y todos bailaban y se divertían. La tarde del Lunes de Carnaval, también llamado “Carrastoliendas”, mozas, mozos y mucha más gente del pueblo se tiraban ceniza los unos a los otros para echarse unas risas todos juntos.

– Eso de la vaquilla, ¿no se hacía el lunes también?

– No, hija. La vaquilla la sacábamos el Martes de Carnaval por la tarde. Las mozas se volvían a poner los guardapiés, los mantones y unos delantales bonitos, y uno de los mozos se ponía la vaquilla, hecha con unos palos y unos cuernos. El mozo estaba todo tapado para que no se le reconociera, sólo se veían los cuernos y el cencerro. Al lado de la vaquilla iba el torero con un palo. Las mozas temían a la vaquilla porque las perseguía para levantarles las faldas. A veces entre dos o más chicas la agarraban y descubrían quién era.

– ¿Las mozas nunca se ponían la vaquilla?

– La costumbre era que los mozos la llevaran, pero si te digo la verdad una vez me la puse yo.

– ¿En serio, mamá? –pregunté sorprendida.

– Sí. Dejé las ovejas en un corral a lo bajero del pueblo y como sabía dónde guardaban la vaquilla, me la puse. La Felicitas se vistió de pastor. Nos tapamos la cara con el pañuelo haciéndole unos agujeros para los ojos y nos echamos el capote para que no nos reconocieran. Íbamos detrás de las mozas a levantarlas la falda y todas diciendo: “¿Quiénes serán? Pero si no echamos de menos a ningún mozo”. ¡Claro, no se imaginaban que fuéramos chicas!

Mi madre sonríe satisfecha al terminar de contarme la historia, y su sonrisa abierta quiere decir que todavía hoy sigue disfrutando recordando la anécdota. Yo también estoy de alguna manera orgullosa de que hiciera lo que me cuenta.

Esta noche me voy a disfrazar de pirata con mis amigas en la fiesta de Carnaval del Burgo, pero estoy pensando que sería muy gracioso que en medio del desfile apareciera la vaquilla con sus cuernos y su gran cencerro persiguiendo a todo el mundo. Igual algún año me disfrazo de vaquilla. Ya veremos.

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